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La introducción del salario mínimo se ha presentado como una de las mayores conquistas sociales en países occidentales. La línea argumentativa es la siguiente: el capitalista persigue la maximización de beneficios y, por lo tanto, buscará pagar los salarios más bajos posibles. En este escenario, el trabajador queda desamparado y precisa de un Estado protector que imponga un salario mínimo que garantice una remuneración “justa” o “digna” para los trabajadores. A pesar de ser un tema ampliamente cubierto en la literatura económica, a mi juicio, pocos han podido refutar esta idea con tanta claridad como Thomas Sowell en su obra Economía Básica. Para entender su argumentación, hay que abstenerse de juicios de valor y entender el funcionamiento teórico de los precios en una economía de mercado.
Los individuos actúan de forma intencional para mejorar su estado presente. El intercambio permite satisfacer sus necesidades. A priori, en un entorno libre, un intercambio ocurrirá si ambas partes consideran (subjetivamente) que ganan con la operación. Los precios se utilizan como mecanismo para coordinar oferentes y demandantes. Además, los precios permiten el cálculo económico en un entorno definido por la escasez de bienes con usos alternativos. En general, debido a que los bienes son escasos, el demandante perseguirá acordar un precio de compra lo más bajo posible. Por el contrario, el oferente querrá definir un precio de venta lo más alto posible. La transacción se realizará si se encuentra un equilibrio entre el precio de compra y el precio de venta mutuamente beneficioso.
La ley de la oferta y la demanda se puede reconciliar con el mercado laboral. El factor trabajo es tratado por el empresario como el capital o cualquier otro input del proceso productivo. En este sentido, el empresario demanda trabajo. Del mismo modo, el trabajador ofrece su tiempo y esfuerzo con el fin de percibir un salario que le permitirá adquirir bienes que mejorarán su estado presente. Por lo tanto, no debería ser una sorpresa que los demandantes desean pagar poco y los oferentes cobrar mucho.
En efecto, el factor trabajo es altamente heterogéneo debido a variables como la formación, experiencia, especialización, aptitudes…, entre otros múltiples componentes. De hecho, se podría afirmar que no existen dos trabajadores estrictamente iguales. Por lo tanto, los trabajadores tendrán, en términos económicos, productividades marginales distintas. El empresario, guiado por un criterio de pérdidas y ganancias, contratará a aquellos trabajadores cuya productividad marginal exceda su coste marginal de contratación. De lo contrario, la empresa podría no ser viable en el largo plazo. La productividad marginal y, por ende, los salarios, tenderán a aumentar cuando se equipe al trabajador con mejores bienes de capital. Eso explica que un granjero, en una economía desarrollada, que emplea un tractor sea infinitamente más productivo que un granjero, en otro país en vías de desarrollo, con un arado romano.
Generalmente, en un entorno de libre competencia, el salario tenderá a ajustarse con la productividad marginal del trabajador. Si un empresario paga un salario inferior, otros empresarios tendrán la oportunidad de atraer talento ofreciendo un salario superior más cercano a la productividad marginal de cada trabajador. Del mismo modo, si un empresario puja por un trabajador a un precio superior, éste será castigado con pérdidas ya que la producción del trabajador no justificará su elevado coste. Hipotéticamente, todos los empresarios podrían formar un cártel y pujar el factor trabajo a un precio inferior a su productividad marginal. Sin embargo, tal esquema crearía un incentivo muy fuerte para incumplir la norma por los mismos miembros del cártel. Aquél que lo hiciera, reportaría beneficios extraordinariamente altos. Además, tal oportunidad de ganancia podría atraer a nuevas firmas ajenas al acuerdo.
La imposición de un salario mínimo genera un suelo artificial que, ceteris paribus, condena a aquellos trabajadores cuya productividad marginal es inferior a dicho precio. Normalmente, colectivos como jóvenes o inmigrantes se ven desproporcionadamente afectados. De facto, se negará la oportunidad de establecer una relación contractual de carácter voluntario consensuada entre las partes. El trabajador no podrá aprovechar la oportunidad para mejorar su productividad marginal y, ulteriormente, acceder a trabajos con mayor remuneración. Algunos argumentan, normalmente en posiciones más acomodadas, que trabajar por un salario que consideran subóptimo es inaceptable. Sin embargo, podemos deducir que dicha alternativa era la “menos mala” entre sus posibilidades. El salario mínimo, lejos de ayudar a la persona, la deja con peores alternativas dificultando todavía más su situación ¿Es algo realmente deseable si se pretende ayudar a los demás? Imaginemos que el salario mínimo se fijará en una cantidad desorbitada como 1.000 $ por hora. ¡La economía quedaría reducida a Messi y Ronaldo pasándose la pelota! Bromas aparte, ¿estaría usted de acuerdo con la idea? Probablemente, su empleo sería destruido salvo que su productividad marginal superara dicho suelo en el precio de emplearlo. Además, la imposición de costes artificialmente altos en el factor trabajo, suele llevar a la automatización o desaparición de ciertos puestos de trabajo de forma abrupta.
Asimismo, el salario mínimo a nivel nacional ignora la heterogeneidad de las diversas economías del territorio. Incluso, empresas ubicadas en un mismo territorio pueden tener condiciones muy diversas. La imposición de un salario mínimo nacional puede dañar desproporcionadamente a regiones subdesarrolladas. Para sorpresa de algunos, países de corte socialdemócrata como Suecia o Dinamarca no tienen un salario mínimo. En algunas empresas, se acuerdan salarios mínimos de forma descentralizada mediante acuerdos voluntarios entre empleados y empleadores que conocen la realidad económica de primera mano.
En resumen, el salario mínimo es una de esas políticas que se debería juzgar por sus resultados y no por sus buenas intenciones. En última instancia, el deseo de erradicar mundialmente la pobreza (mediante leyes) no nos puede llevar a eliminar las vías que permitieron que nuestros antepasados escaparan de la pobreza más absoluta. Si se desea favorecer mejores estándares de vida, se debería poner el foco en la creación de riqueza.
*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo