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Esta es mi carta de renuncia. No puedo en sana conciencia seguir liderando al país. Ha llegado la hora de dar un paso al costado y reconocer que no tengo ni la capacidad, ni la estatura moral para ocupar el cargo máximo de la nación. No solo renuncio porque mi gobierno ha sido un fracaso y nos ha dejado a la puerta de una severa crisis, sino porque mis ideas y mis acciones desde que fui ministro han demostrado estar profundamente equivocadas. Lo siento, le fallé al país y lo correcto es dejar que alguien más re-encauce el camino de forma urgente y decidida.
Todo empezó cuando fui nombrado ministro de finanzas de mi antiguo jefe, y ahora archi-rival, Evo Morales. No pude haber tenido más suerte. Me tocó ser ministro durante la bonanza de precios internacionales más importante de nuestra historia. Tres años antes de mi nombramiento, el 2003, el precio del barril de petróleo estaba en $us 42. A partir de ese año, sin embargo, empezó a subir rápidamente y para el día de mi posesión, en enero de 2006, ya había sobrepasado los $us 100. Dos años después, el 2008, llegó a rozar los $us 200. ¡Una locura! Dado que Bolivia exportaba gas a precios indexados al del petróleo (una herencia de la época “neoliberal” que nunca quise reconocer), el valor de nuestras exportaciones creció de forma espectacular. Había plata a mares (nos ingresaron alrededor de $us 55 mil millones que representaban casi 5 veces el PIB del 2006) y hasta fui nombrado el octavo mejor ministro de finanzas de la región.
Y es que es fácil ser ministro de finanzas cuando llueven los dólares. La gente en la calle, tu partido y hasta tus opositores piensan que eres un gurú que descubrió como navegar los difíciles vericuetos de la economía. Mi pecado fue creerme mi propio cuento y pensar que los dólares de la bonanza no se acabarían nunca. Entusiasmado por el “éxito” del “proceso de cambio” me inventé un modelo que sería mi trampolín a la historia. Le puse el nombre más largo que se me pudo ocurrir: Modelo Económico Social Comunitario Productivo. Un título rimbombante que no oculta lo que ese modelo realmente es: una simple patraña.
El modelo era muy básico. Esencialmente consistía en vender gas a través de YPFB, recoger los dólares y después inyectarlos en la economía a través de empresas públicas y bonos sociales. A esta inyección en la economía local la llamé “demanda interna” y así nació la gran mentira. Le hicimos creer a la gente que nuestro éxito se debía a un esfuerzo interno o endógeno y que, por lo tanto, nuestra economía estaba “blindada” a los vaivenes externos de precios internacionales. Pero esto es una mentira ya que sin exportaciones de gas no se podría haber impulsado ninguna “demanda interna.” Al final del día, mi modelo no era nada más que el viejo modelo primario exportador con maquillaje. Jamás nos preocupamos de usar esos recursos para mejorar la institucionalidad y hacerle la vida más fácil a los empresarios y productores nacionales y así desarrollar un tramado productivo que nos pueda sostener más allá del gas. No, de hecho, fue al revés, nos dedicamos a imponer cupos de exportación, controles de precios, más impuestos y cuanta barrera burocrática se nos ocurriera para asegurarnos que no sea el sector privado el que lidere el desarrollo quitándole el protagonismo al gobierno. Yo veía a mi modelo como un paso intermedio hacia el socialismo y, por lo tanto, no me preocupaba incrementar el tamaño y la influencia del Estado en la economía. Incluso si se comprobaba día a día que todas las empresas públicas que creamos para inyectar los ingresos del gas resultaron ser ineficientes y unos nidos de pegas y corrupción. Lo dicho, mi modelo era una patraña.
Entonces pasó lo que tenía que pasar. La bonanza de precios internacionales se esfumó tan rápidamente como había llegado. El 2014 el precio del petróleo cayó a $us 60 y el 2016 ya era el mismo del 2003, $us 42. Se había acabado la juerga. Cometí entonces el peor error que un ministro de finanzas pueda cometer. Un error tan grave que ha terminado por desencadenar la crisis que vivimos hoy en día. En lugar de enfrentar la caída de los ingresos por gas con responsabilidad y apretándonos el cinturón, me dediqué a seguir gastando como si la plata no se hubiera acabado. Reemplazamos el ingreso del gas por deuda y nos empezamos a devorar las reservas internacionales.
Al principio nadie lo notó y la cosa seguía funcionando. Solo algunos analistas empeñados en ver los números empezaban a sonar las voces de alarma. Aves de mal agüero. La estrategia fue ridiculizarlos y tratar de posicionar nuestros logros: crecimiento del PIB, reducción de la pobreza y una de las tasas de inflación más bajas del mundo. Por supuesto que no decíamos que esto se debía a que seguíamos dándole al gasto con plata que no teníamos. Mientras la gente no lo entendiera, ¿qué importaba? Así logre ser candidato y finalmente presidente. Toda mi imagen y mis logros eran claramente un embuste y nuestra economía una bomba de tiempo.
Ya como presidente, y teniendo el poder de corregir el rumbo, no hice nada al respecto. Le seguí metiendo nomás. El apetito por gasto fue tal que nuestras reservas cayeron de $us 15 mil millones el 2014 a menos de $us 4 mil millones hoy (de los cuales solo $372 millones son divisas). Nuestra deuda se multiplicó casi 6 veces desde el 2007 y ahora representa el 80% del PIB. Yo lo sabía. Simplemente no tuve ni la capacidad ni las agallas para frenar esta irresponsabilidad. Llevamos 10 años consecutivos de déficits fiscales y cada presupuesto de mi gobierno se come más del 80% del PIB. Lo peor es que a mí no se mueve un pelo cuando se me debería caer toda la cara de vergüenza.
Finalmente llegó la crisis y estamos contra las cuerdas. Se nos acabaron los dólares y ahora sí que salgo desesperado a tratar de conseguirlos. Por supuesto que eso crea desconfianza y distorsiona las expectativas. He creado un desorden financiero muy peligroso y yo, que soy el padre del modelo, no he salido todavía a dar la cara. Tendría que salir en todos los canales explicando lo que pasa y haciéndome cargo del problema. Tendría que tomar medidas urgentes revirtiendo el gasto para apuntalar las reservas. Pero la verdad es que no me da la gana. Por eso debo renunciar.
Rechacé un crédito del FMI pavoneándome de que no lo necesitábamos. Gasto plata que no hay en promover la sustitución de importaciones, una política trasnochada de los años 50 que insiste en que el gobierno determine que se importa y que se exporta. Reformé el sistema de pensiones quitándole a la gente la opción de elegir con quien ahorran. No me mosqueo frente al subsidio a los combustibles que ya llega a $us 1.700 millones. Me gasto en cada PGE el 80% del PIB. Gasto solo en sueldos y salarios $us 19 millones al día. En mi gobierno se persigue a líderes políticos con más saña que la que tenía mi antiguo jefe. No despido al director de la ASFI que amenaza con cárcel a quienes informen sobre la escasez de dólares que yo provoqué. Me declaro socialista en cada oportunidad que tengo y admiro a Cuba y Venezuela que son países que solo han empobrecido a su población. Y así podría seguir llenando hojas. Si fuera otro tendría que poner a mi hijo y a mí mismo a disposición de la justicia para que se investigue la galopante corrupción en YPFB y en el Banco Unión. Tendría que avergonzarme de que nuestros bonos soberanos hayan perdido un alto porcentaje de su valor durante mi gobierno, etc., etc.
Como sé que no haré nada de eso prefiero renunciar. Confío en que la sabiduría del pueblo boliviano elegirá a alguien de mayor capacidad y estatura moral. Mi consejo es que no elijan a alguien del MAS. Yo conozco ese avispero por dentro.
Sinceramente, un presidente.