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Por Iván Alonso1
Ben Bernanke, Douglas Diamond y Philip Dybvig comparten este año el premio Nobel de economía por sus estudios sobre las crisis financieras. Con Diamond la Universidad de Chicago suma catorce “nobelistas”, más que cualquier otra de las grandes universidades del mundo, incluida UCLA. Pero es Bernanke, un exprofesor de Princeton, el que más de cerca ha seguido la tradición de aquella universidad en sus investigaciones sobre la Gran Depresión de los años ‘30.
Milton Friedman y Anna Schwartz habían sostenido en su monumental Monetary History of the United States que la causa de la Gran Depresión no fue una crisis del capitalismo, como decían sus críticos, sino una sucesión de errores de la Reserva Federal, el banco central norteamericano, que contrajo abruptamente la oferta monetaria (las reservas de los bancos) y, en consecuencia, la actividad económica. Un famoso artículo de Bernanke analizó el papel que jugaron otros dos fenómenos recurrentes de aquella época: las corridas bancarias y las quiebras empresariales (Schwartz, irónicamente, describiría a Bernanke, presidente de la Reserva Federal durante la crisis financiera internacional del 2008 al 2010, como un hombre desorientado, Man Without a Plan).
Las corridas bancarias, que propiciaban la quiebra de un banco, al dejarlo sin liquidez, afectaban la eficiencia del sistema financiero porque el conocimiento especializado que sus sectoristas tenían de sus clientes no podía ser trasladado rápidamente a otros bancos, lo que implicaba que muchos de esos clientes se quedaran sin líneas de crédito. Las quiebras empresariales, por su parte, llevaban a los bancos a ser más conservadores, prefiriendo comprar activos más líquidos, como bonos del tesoro norteamericano, que otorgar préstamos a las empresas. Estos dos fenómenos explican, dice Bernanke, la profundidad y la persistencia de la Gran Depresión.
La contribución de Diamond y Dybvig es más abstracta y, aunque suene contradictorio, más concreta a la vez. En un extremadamente influyente artículo demostraron que un sistema bancario idealizado era propenso a sufrir corridas bancarias porque sus ahorristas podrían llegar a temer, más que por la salud del banco, por la impaciencia de otros ahorristas que, al retirar sus depósitos, lo dejaran sin liquidez. En tales circunstancias, hasta el más paciente de los ahorristas se sentiría tentado a correr a sacar su plata antes de que lo hiciera el resto. El artículo mostraba cómo un seguro estatal de depósitos podía evitar las corridas y darle estabilidad al sistema bancario. En los 40 años transcurridos desde que se publicó, el número de países con un seguro de depósitos ha pasado de 20 a más de 80.
Antiguamente, la manera de enfrentar una corrida bancaria era mediante una “suspensión de la convertibilidad”: el banco suspendía el derecho de los ahorristas a retirar sus depósitos (a convertirlos en oro o en efectivo) hasta que pasara el pánico. Según Diamond y Dybvig, la suspensión era una solución inferior al seguro de depósitos porque privaba a los ahorristas de los medios de pago para seguir con normalidad su vida. En la práctica, eso no es tan cierto porque los seguros de depósito no indemnizan a los ahorristas de inmediato, sino después de transcurrido un tiempo más o menos largo de que su banco haya sido cerrado.
Ambas, pues, son soluciones imperfectas a un problema real, cuyo origen está en financiar proyectos de largo alcance con depósitos de libre disposición. Pero ésa es precisamente la gran virtud de la banca. Sin eso, sólo quienes contaran ya con un patrimonio acumulado tendrían el privilegio del emprendimiento.
1obtuvo su PhD. en Economía de la Universidad de California en Los Ángeles y es miembro de la Mont Pelerin Society.
*Este artículo fue publicado en elcato.org el 19 de octubre de 2022