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Se ha popularizado una frase humorística inspirada en el atentado que sufrió Abraham Lincoln mientras asistía a una obra de teatro en Washington. Se dice que al día siguiente alguien le preguntó a su esposa: “Aparte de eso, señora Lincoln, ¿qué tal estuvo la obra?”.
Aunque un amigo, tan querido como agudo, solía hacer este chiste cuando, preocupados por la enfermedad que padecía, le preguntábamos cómo se hallaba, mi referencia va más por el hecho que origina esta expresión. Lincoln fue el primero de varios mandatarios asesinados en Estados Unidos. Otros, fueron víctimas de atentados fallidos, como Roosevelt, Reagan o más recientemente Trump.
Presumo que hasta los petristas se conmovieron con la balacera al precandidato de derecha a la presidencia de Colombia, Miguel Uribe Turbay, en una actividad preelectoral hace unos meses. A quienes de algún modo nos enteramos de los detalles del secuestro y asesinato de su madre tres décadas antes, y de la bomba a metros del despacho del abuelo durante su gobierno, quizás nos golpeó más. Inmediatamente evocamos el asesinato de Luis Carlos Galán, presidenciable que fue baleado en un evento proselitista en 1989, y el magnicidio del bogotano Jorge Eliécer Gaitán en 1948.
Buscando en Google un listado de candidatos asesinados en México, aparecen un tanto y “37 filas más”. Se estima que la campaña que culminó en las elecciones generales de 2024 se llevó la vida de más de 30 dirigentes. “En este país para hacer política tienes que adaptarte a la posibilidad de que te maten” dice un activista local defensor de los derechos humanos.
Y en una nota de 2020 leí que, en los tres años previos, Brasil contaba más de 165 políticos asesinados. Para no hablar del ataque frustrado contra el entonces aspirante a presidente, Jair Bolsonaro.
Los homicidios de políticos son hechos infamemente habituales. Estos crímenes se han convertido en una escabrosa característica latinoamericana. Pero no crean que me he vuelto sedienta de noticias sobre “violencia electoral letal”. Es más bien, que estos meses de campaña nacional he sospechado que, si John F. Kennedy hubiera gobernado en Bolivia, no habría muerto por un balazo. Quizás sí por falta de atención médica a su insuficiencia suprarrenal, por un embarrancamiento en Los Yungas, o por un ataque cardiaco en alguna oficina de Derechos Reales, pero no por un disparo. O bueno, quizás una década antes lo habrían colgado.
Mientras el actual aspirante presidencial Rodrigo Paz agradecía a sus electores desde un espacio público, improvisado y poco iluminado, el resultado favorable de la primera vuelta, votada esa jornada, alguien -al que no parecía interesarle lo que Rodrigo decía, pero sí lo que portaba- le robó el celular. Aun cuando quedó la duda de si hubo una operación velada de Inteligencia, los memes, esos baluartes contra la amargura, acapararon nuestras pantallas a los pocos segundos.
Fue entonces que, además de reír, seguí cayendo en cuenta de que, pese a nuestras muchas desgracias como nación, aún gozamos de la invaluable e inconsciente cualidad de no ser una sociedad violenta (no significa que no existan horrorosos crímenes, pero algo tiene que decirnos que en varias listas Bolivia aparezca entre los países más seguros de Latinoamérica). Nos encanta la bravuconería (basta ver la admiración que provoca el Capi Lara), nos seduce el autoritarismo y somos caprichosos, pero no tan violentos. O lo somos de las cuerdas vocales para afuera.
Es como si a los bolivianos, tan consumidos por la angustia siempre latente por las recurrentes crisis, se nos hubiera otorgado una porción adicional de paz como compensación. Y no nos matamos entre nosotros, ni siquiera en las ocasiones en las que nos sobran ganas y hasta razones.
El problema sí, es que la confianza de moverse en lugares incluso atiborrados de gente, es excesiva. Tuto es un buen candidato, pero me falta clemencia para creerlo un ágil bailarín. De ahí que prefiera escucharlo hablar de economía que verlo bailar la danza de los mineritos en una fiesta de Ch’utillos, como lo vimos hace unas semanas. Hubo, no obstante, dos grandes certezas en esa festividad: nadie le lanzaría dinamita al presidenciable y ningún potosino lo invitaría de nuevo a danzar.
Que en Bolivia los políticos puedan, de un buen tiempo a acá, subir a una tarima que no se convierta en potencial patíbulo, es prueba de que, a pesar de la catástrofe económica que nos puede liquidar como país, aún parecemos estar a salvo como sociedad. De modo que si alguien de fuera pregunta cómo estamos, podamos responder: aparte de eso, estamos bien.