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Bolivia enfrenta una doble crisis: política y económica. Aunque las soluciones económicas son conocidas, su implementación está bloqueada por un panorama político fracturado y lleno de disputas ideológicas.
La política y la economía, como ciencias sociales, están intrínsecamente vinculadas. Abordarlas de manera conjunta es esencial para superar los desafíos actuales, que exigen estrategias más allá del carisma, buenas intenciones o la improvisación.
La economía, como ciencia social, comparte herramientas con otras disciplinas como la teoría de juegos. Esta, creada a mediados del siglo XX, permite modelar decisiones en contextos de cooperación y conflicto, convirtiéndose en un recurso clave para abordar desafíos estratégicos del país como la fragmentación electoral y la desconexión con la ciudadanía.
Comprender la política como un juego estratégico no solo permite identificar patrones de comportamiento, sino también diseñar soluciones viables que beneficien a la sociedad en su conjunto.
Por ejemplo, uno de los principales retos en Bolivia es la fragmentación electoral, un fenómeno que impide la formación de mayorías claras y consolidadas. Cuando múltiples candidatos compiten, los votos se dispersan, beneficiando a quienes tienen menor apoyo relativo.
Este problema puede modelarse como un juego de coordinación en el que los actores deben decidir si permanecen en la contienda, forman alianzas estratégicas o se retiran para unificar fuerzas. En las elecciones presidenciales de 2020, la falta de acuerdos entre los hoy bloques opositores facilitó el triunfo del actual oficialismo en la primera vuelta.
Este patrón no es exclusivo de Bolivia. En Brasil, los partidos menores han utilizado las segundas vueltas como una oportunidad para influir en los resultados mediante el apoyo estratégico a candidatos principales. Una solución podría ser la formalización de acuerdos preelectorales que distribuyan el poder entre aliados por medio de bloques unificados.
Pero no solo acuerdos entre iguales, sino también entre distintas visiones. Existen casos en el ámbito internacional que ofrecen valiosas lecciones. En México, el Pacto por México de 2012 permitió que partidos con visiones dispares se alinearan en torno a reformas estructurales que transformaron el país.
Además de la fragmentación electoral, la desconexión entre líderes y ciudadanos es otro obstáculo crítico que Bolivia debe superar. Muchos políticos asumen erróneamente que sus propuestas serán aceptadas de manera automática, ignorando las demandas reales de la población y las percepciones que tiene la gente, por muy erradas que sean.
Este problema puede entenderse como un juego de señales, donde los ciudadanos castigan o premian a sus líderes dependiendo de su capacidad para interpretar y atender las necesidades de la sociedad.
En Chile, las protestas estudiantiles de 2011 fueron una clara señal de descontento hacia un sistema político percibido como distante e indiferente, que alcanzó su clímax en el estallido social de 2019.
En Bolivia, esta desconexión ha abierto espacio para el surgimiento de diversos líderes que creen tener apoyo, aunque las encuestas y la realidad los contradigan. Para cerrar esta brecha, sería fundamental implementar mecanismos de diálogo directo que permitan a los ciudadanos expresar sus prioridades. Además, necesitamos de un esfuerzo genuino de los candidatos para reconocer sus limitaciones y potencialidades, más que sus aspiraciones.
Resolver los desafíos de la fragmentación y la desconexión con la ciudadanía requiere algo más que análisis superficial; exige un compromiso real con la construcción de los hoy inexistentes sistemas políticos representativos y funcionales.
Para que Bolivia supere sus crisis, los líderes deben adoptar estrategias claras, fomentar el diálogo ciudadano y trascender los intereses particulares. También la ciudadanía debe asumir un rol activo, rechazando la pasividad que perpetúa un sistema disfuncional que hoy nos tiene en jaque.