Bolivia en riesgo, y no apenas por el COVID-19
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La pandemia por el COVID-19 ha trastocado la vida en todos los países del mundo, más en algunos países que en otros, ya se sabe, luego del seguimiento hecho hasta hoy por varios organismos internacionales que acompañan la evolución de la crisis sanitaria, desatada hace veinte meses. Una afectación mayor según la capacidad de cada país para enfrentar al virus y frenar no solo la ola de contagios, sino también y cada vez más su impacto letal; capacidad que se mide por la política sanitaria, la calidad y cobertura de servicios de salud ofrecidos, los recursos financieros disponibles y la eficacia o eficiencia de la acción estatal.
Pero el impacto de la pandemia va más allá del análisis al detalle que se pueda hacer de las variables que se circunscriben exclusivamente al tema sanitario. Pesan también en él variables relacionadas a otros factores, como el del poder político predominante en cada país o la situación política que vive cada uno.
En el caso de Bolivia, no hay duda de que los conflictos sociales y políticos registrados a fines de 2019 y que continuaron a lo largo del año pasado complicaron la lucha contra el COVID-19. A la inestabilidad provocada por los conflictos se sumó el déficit acumulado en todo lo referido a salud pública: falta de ítems y personal médico (de planta y especializados) en los hospitales y centros de salud; falta de camas y Unidades de Terapias Intensivas; falta de insumos y medicamentos, etcétera.
Un déficit de larga data, imposible de corregir en pocos meses y menos bajo la presión de la pandemia. Menos posible aun en una coyuntura marcada por una tensión política que parece estar lejos de ser superada. Y es aquí precisamente donde radica el otro riesgo al que alude el título de este artículo, un riesgo que está más allá del que representa el virus y sus constantes mutaciones.
Es el riesgo de una nueva ruptura democrática en Bolivia, al influjo de una cúpula política que insiste en gobernar bajo la lógica de la confrontación, la imposición de una ideología y programa que considera “únicos” e incontestables -como lo ha vuelto a repetir el jefe máximo del partido de gobierno-, todo ello acompañado ya de acciones de hecho que apuntan a consolidar su proyecto de poder total.
Acciones que pasan no solo por la aprobación de nuevas leyes que, aunque aparentan ser de interés apenas burocrático, apuntan a consolidar un andamiaje jurídico que recortan las libertades y garantías consagradas en la Constitución Política del Estado (entre las ya vigentes, la de Emergencia Sanitaria con su reciente y cuestionado decreto reglamentario; y entre las proyectadas, la Ley contra ganancias ilícitas y financiamiento del terrorismo).
Pasan también por la imparable persecución política y judicial, a través de juicios ya en procesos y otros en anuncios, incluyendo detenciones arbitrarias, cambio del juez natural e incluso órdenes de reclusión preventiva que se extienden por meses, a las que apelan los afectados, sin lograr respuestas. Solo en las últimas horas, en menos de dos días, dos ciudadanos bolivianos han vivido ese calvario: una ex autoridad militar y un dirigente de la Resistencia Juvenil Cochala. Todos los afectados, vaya coincidencia, considerados por el partido de gobierno como “enemigos del proceso de cambio”, “golpistas” o “traidores de la Patria”, que al final para “el partido” y sus seguidores es prácticamente lo mismo.
Todo esto sin contar el otro escenario al que apuesta esa cúpula partidaria, que es el de la confrontación y violencia permanentes. Aquí se inscribe el tema tierras, con ocupaciones y avasallamientos alentados desde el partido de gobierno, en el último tiempo dirigidos de manera especial al departamento de Santa Cruz, sobre todo a la Chiquitania. Lo hace sin cuidar las apariencias, tal el nivel de impunidad del que goza hasta ahora. Impunidad conferida no apenas por la complacencia y complicidad de los poderes llamados a frenar los atropellos del Ejecutivo (léase Justicia, Fiscalía, Contraloría, etc.), sino también por la apatía o la dispersión de las fuerzas opuestas y que se dicen democráticas.
Y es aquí donde importa ahora hacer énfasis, en esas fuerzas que dicen ser democráticas y críticas, opuestas a un gobierno cada vez más encaminado hacia un régimen autoritario. En la articulación de esas fuerzas está la única y más viable alternativa para frenar o evitar el riesgo de una nueva ruptura democrática en Bolivia. El cambio no vendrá desde dentro, desde la cúpula gubernamental, cuyo manual de acción parece casi una calca de lo dicho por George Orwell en su libro “1984”. ¿Podrá haber un giro en esta coyuntura, un cambio provocado desde fuera de esa cúpula? La respuesta está en manos de quienes, aun con diferentes siglas partidarias o diferencias de otras índoles, sean capaces de reconocer que hay un bien mayor a preservar y es desde ahora: la libertad y las garantías democráticas.
*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo