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Hace dos siglos, Bolivia se constituyó como república. En este tiempo, hemos atravesado algunos momentos de esplendor y también muchos de profunda incertidumbre y crisis. No obstante, lo que más llama la atención no es la frecuencia de las crisis ni la multiplicidad de nuestros gobiernos, sino la falta de una hoja de ruta clara que nos permita definir quiénes somos y hacia dónde vamos.
Uno podría pensar que después de 200 años, el país tendría un proyecto común. Pero no. Seguimos siendo una nación sin brújula, con avances fragmentados, sin una visión de largo plazo. Y, sin embargo, sí tenemos un mapa: nuestra historia, nuestras lecciones aprendidas y nuestras capacidades, aún subutilizadas.
En la historia económica contemporánea hemos tenido temporadas de auge seguidas de caídas profundas que han dejado atrás cualquier avance logrado en los buenos momentos. La falta de hoja de ruta nos ha impedido transformar las bonanzas en sostenibilidad.
El modelo extractivista, al que todas las líneas ideológicas han recurrido, sigue siendo el centro de gravedad de nuestra economía. No hemos logrado migrar hacia un modelo basado en el conocimiento, la innovación o la diversificación productiva. La vieja frase de que estamos “sentados sobre una silla de oro” revela el imaginario colectivo que sobrevalora los recursos naturales e infravalora el capital humano.
En pleno siglo XXI, la riqueza real no está en el subsuelo, sino en las ideas, las habilidades y las instituciones. Y si queremos avanzar, debemos asumir esta verdad con valentía. Países con menos recursos que nosotros han logrado dar el salto hacia el desarrollo. Nosotros seguimos esperando que los recursos naturales lo hagan por nosotros.
Pero el reto no es solo económico. También es político e identitario. Bolivia no tiene aún un relato común. Nos conocemos muy poco entre nosotros. El oriente y el occidente siguen operando como polos con prejuicios cruzados, cuando deberían ser motores complementarios del mismo proyecto. ¿Cómo podemos construir una nación si no compartimos símbolos, referentes o siquiera un conocimiento básico entre regiones?
El bicentenario, más allá de los actos conmemorativos, podría ser la ocasión perfecta para hacer una pausa histórica y plantearnos preguntas fundamentales: ¿Qué país queremos ser? ¿Qué historia queremos escribir? ¿Queremos seguir exportando materias primas o queremos exportar ideas? ¿Queremos que nuestros jóvenes sueñen con irse o con quedarse?
Esta no es una tarea de un gobierno ni de una administración. Es un desafío generacional. Y ahí los jóvenes tienen una misión que no deben postergar. Entrar a la política no para debatir la coyuntura, sino para imaginar el futuro. Para discutir qué tipo de Bolivia quieren para sus hijos y no solo para los titulares de mañana.
Afortunadamente, hay sectores donde ya se vislumbra una salida. Además de los sectores tradicionales, la tecnología y los servicios, por ejemplo, han demostrado que podemos competir globalmente desde Bolivia. Empresas de software exportan sin necesidad de grandes recursos físicos. El turismo, si bien desaprovechado, es otra oportunidad clara. Pero para que estas apuestas sean sostenibles, requerimos instituciones que funcionen, políticas que trasciendan el corto plazo y una ciudadanía que crea en sí misma
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A 200 años de nuestra independencia, lo que falta no es diagnóstico, sino decisión. La decisión de dejar de repetir la historia y comenzar a construir una nueva. Una donde el talento pese más que la renta; donde las regiones cooperen en lugar de competir; y donde la política deje de ser trinchera y se convierta en herramienta.
Quizás no tengamos una brújula. Pero tenemos el mapa. Y todavía estamos a tiempo de elegir un mejor destino como bolivianos.
El desarrollo no es un accidente: es una decisión colectiva. Y, éste requiere formación, compromiso, capacidad de diálogo y voluntad de trascender. Debemos participar todos en imaginar y trabajar para aquella Bolivia que queremos.