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Pocas instituciones en el mundo generan tantas pasiones como el Fondo Monetario Internacional (FMI). Para algunos, es un símbolo del orden económico global; para otros, una imposición sobre las decisiones soberanas. Bolivia no ha sido la excepción, y entender su vínculo con este organismo es clave para proyectar una estrategia realista de recuperación económica.
El FMI se creó en 1944 para evitar colapsos financieros como los que antecedieron a la Segunda Guerra Mundial. Su mandato es claro: ayudar a los países a estabilizar su economía y mejorar su capacidad de pago.
Hoy, 80 años después, el Fondo sigue siendo un actor clave en la gobernanza económica mundial: asesora a los países en políticas fiscales, monetarias y cambiarias, y ayuda a mejorar sus capacidades técnicas.
Uno de los roles más conocidos del FMI es su capacidad de prestar dinero en momentos críticos. Esos recursos permiten a los países aliviar tensiones externas sin tener que tomar medidas drásticas como devaluaciones abruptas o controles de capital que muchas veces agravan los problemas. La lógica detrás es sencilla: dar tiempo y espacio para que las economías se reacomoden sin colapsar.
El dinero que presta el Fondo no aparece de la nada. Proviene de las contribuciones de sus 191 países miembros. Cada país aporta según el tamaño de su economía, y en esa misma proporción tiene voz y voto. Por eso, los países grandes tienen más peso en las decisiones.
Sin embargo, no todo ha sido aplaudido. A lo largo de las décadas, el FMI ha enfrentado críticas —algunas fundadas, otras no tanto— por las condiciones que impone al prestar dinero. En los años ochenta, sus programas de ajuste estructural fueron señalados como responsables de recesiones más profundas y mayor pobreza en varios países. Además, se le cuestiona que las economías desarrolladas concentran el poder de decisión, limitando la representación de los países en desarrollo.
Durante la pandemia de COVID-19, el FMI flexibilizó sus mecanismos y creó herramientas como el Instrumento de Financiamiento Rápido (IFR), diseñado para dar apoyo inmediato sin necesidad de largos procesos ni reformas estructurales.
Bolivia acudió a este instrumento en 2020 y recibió USD 327 millones para mantener el sistema de salud y los programas sociales en un contexto de emergencia sin precedentes.
Pese a su carácter extraordinario, el crédito del FMI generó un debate interno. La administración actual decidió devolverlo anticipadamente, argumentando razones legales y políticas: se dijo que era un préstamo que debía ser aprobado legislativamente y que imponía condiciones al país.
En lo personal creo que, más allá de devolverlo, el gobierno pudo negociar un acuerdo de entendimiento distinto con el FMI sin condiciones “impuestas” y luego aprobarlo en la Asamblea. Pero se optó por la vía más costosa, solo por fines políticos para crear responsabilidades a las autoridades de turno.
Más allá del juicio sobre esa decisión, lo cierto es que dejó una lección: la relación con el FMI no debe ser evaluada solo con lentes ideológicos, sino con base en la situación económica concreta del país.
Hoy Bolivia enfrenta un nuevo escenario de dificultades externas. En este contexto, el FMI podría cumplir nuevamente un papel importante, no como una receta mágica, sino como un puente financiero que permita ganar tiempo mientras se implementan soluciones más estructurales. Para bien o para mal, el resto de las entidades internacionales darán crédito al país si es que el FMI da su visto bueno.
Quizás la pregunta clave no sea si debemos o no acudir al FMI, sino qué estamos dispuestos a hacer como país para salir de esta etapa de crisis. Si el Fondo puede ayudarnos en ese proceso, deberíamos considerar su aporte como una herramienta, no como un estigma.
Al final, lo que está en juego no es una narrativa, sino el bienestar de millones de bolivianos que necesitan dólares. Nuestro aporte interno debe ser un programa creíble, serio y muy solidario.