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Se ha instalado una saludable polémica con motivo de los abusos que el candidato a tirano Nayib Bukele ha venido asumiendo en su lucha contra las pandillas en El Salvador, cuya última expresión es su mega cárcel recién inaugurada para aproximadamente 40.000 presos y sus condiciones de traslado ampliamente exhibidas en las RRSS, precedido por un estado “de excepción” (que dura ya más de 8 meses) que le permite meterle no más saltándose por el forro elementales derechos fundamentales, empezando por la madre de las garantías como es el Debido Proceso.
Es que El Salvador arrastra una inocultable estela de violencia e inseguridad ciudadana causada por el enorme crecimiento del pandillaje y la desmesurada violencia emergente; lo que le permite alegar en su defensa que producto de su decreto de emergencia y abusos resultantes, el índice de asesinatos, extorsiones y otros delitos ha bajado significativamente exhibiendo sus propias cifras (no verificables independientemente), espetando: “Los derechos humanos de la gente honrada, son más importantes que de los delincuentes”.
Pues bien, resulta sumamente interesante intentar ponderar el apoyo que en su país sigue recibiendo Bukele (cerca al 80% se indica), la “efectividad” a mediano y largo plazo de sus medidas y, naturalmente el estándar de Derechos Humanos que, todo país genuinamente democrático, debe cumplir. De hecho, insisto en la idea que la razón de existir de los estados contemporáneos genuinamente democráticos, radica en garantizar los DDHH de todos sus habitantes y estantes y, no exactamente lo contrario.
Incluso aquí en nuestro país, veo a “Bukele lovers” que aplauden su política de mano dura y, en alguna medida entiendo, se antojan o estarían hasta dispuestos a tolerar similares abusos contra la delincuencia nativa (cuyas actividades van in crescendo las últimas semanas, incluyendo las que en teoría no son toleradas o impulsadas desde el poder). Muchos indican que necesitamos de “un Bukele” en Bolivia que les siente las mano a los delincuentes; es decir, le meta no más en contra sus derechos, que de eso se trata.
Y es que en el fondo, más allá de los detalles grotescos como las fotografías de presos casi desnudos prácticamente arrodillados ante la fuerza pública u otras similares como las aprehensiones masivas sin control jurisdiccional y el vaciamiento del derecho a la defensa efectivo o la cantidad de presos fallecidos en sus cárceles sin que las causas se hayan esclarecido; así como las saludables opiniones de salvadoreños que resaltan que ya no están siendo extorsionados por las pandillas, pueden trabajar sin temores, etc; de lo que se trata es de la eterna tensión entre los derechos humanos versus el ius puniendi o derecho de castigar que administran los estados a través de sus gobiernos y, que exige encontrarle el punto medio entre ambas. Algo muy pero muy complicado por cierto, más aun cuando de por medio obran aquellos ingredientes del caso salvadoreño.
Nuevamente aquí más allá de lo estrictamente jurídico, entra en juego lo político: me refiero al rol que juega el sistema de administración de justicia compuesto principal aunque no exclusivamente por jueces, fiscales y policías que de actuar independientemente del poder político en manos del ejecutivo poniéndole límites a su ejercicio, cumple el rol de dique de contención -Zaffaroni, dixit- de esas tentaciones autoritarias, cuya peor expresión, es el uso desproporcionado del Derecho Penal o algo peor, el de emergencia para combatir el crimen. Los peores mecanismos para que se produzca esa inundación, suelen estar en los “decretos de emergencia”, “leyes cortas”, “políticas de mano dura” u otras medidas similares por las que frecuentemente, quienes tienen el poder total (poniendo bajo su yugo al Judicial, Legislativo, etc) recurriendo a esos plausibles propósitos de lucha contra la delincuencia, corrupción y otros que les sirven de pretexto, concentran todos los poderes, pulverizan los derechos humanos que por elemental esencia son inherentes a todos los seres humanos -por eso se denominan así- y enaltecen aquello de que el fin justifica los medios. Es, la desviación y perversión del Derecho, que ya no les permite distinguir entre quienes deben ser legalmente juzgados y no, cayendo todos en el mismo saco.
La ciencia del Derecho enseña que aquellas medidas de emergencia como las bukelianas si bien demuestran resultados “eficaces” durante sus primeros momentos, no resultan sostenibles en el tiempo, porque atacan coyunturalmente los efectos y no las causas que los producen (pobreza, marginalidad, desinstitucionalidad, anomía, corrupción, etc) y al final del día, terminan perpetuando la violencia que decían combatir, sentando las bases para el terrorismo de estado, así sea aplaudido o tolerado por parte de la ciudadanía…El Maestro ROXIN ya sentenció al respecto: “Un Estado de Derecho debe proteger al individuo no sólo mediante el Derecho Penal, sino también del Derecho Penal”
*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo