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Hace unos 44 años se abrieron las primeras carreras de biotecnología en países del norte del planeta. Casi una década después, en Argentina se abrieron las primeras carreras de esta área. Poco a poco, otros países vecinos, consideraron pertinente contar con esta carrera. Bolivia tardó más en animarse a abrir esta área en la parte académica.
En parte se puede comprender desde que la misma carrera demanda bastante inversión en laboratorios y equipos, además que durante años, no hubo un panorama político favorable para el desarrollo de esta área, debido a los constantes estancamientos surgidos en torno a un punto muy polémico en la biotecnología como lo son los organismos genéticamente modificados – OGM.
La situación de los jóvenes profesionales en biotecnología en Kenia ilustra una paradoja dolorosa: el país aspiraba el 2003 a convertirse en una nación industrializada, pero invierte apenas el 0,1% de su PIB en investigación y desarrollo, lo que limita severamente la formación de recursos humanos calificados y la producción de conocimiento propio. Esta falta de inversión se traduce en laboratorios desactualizados, bibliografía científica obsoleta y una escasez crónica de fondos para proyectos de investigación, obligando a los estudiantes a depender de financiamiento externo o a abandonar sus estudios.
Algunos estudiantes pronto a egresar pudieron avanzar gracias a becas internacionales, pero esto contrasta con muchos otros que vieron truncadas sus carreras por la falta de recursos, evidenciando una brecha de oportunidades que perpetúa la dependencia y el rezago científico. El entorno académico y laboral tampoco favorece la consolidación de una comunidad científica robusta. Los jóvenes investigadores enfrentan salarios bajos, condiciones laborales poco atractivas y un marcado desfase tecnológico respecto a sus supervisores, lo que dificulta la adopción de nuevas metodologías y tecnologías.
Estos obstáculos han fomentado la “fuga de cerebros”, donde los talentos formados emigran en busca de mejores condiciones. Si Kenia no logra transformar sus universidades en verdaderos centros de investigación y no compromete recursos propios para retener y potenciar a sus científicos, el país seguirá perdiendo el capital humano necesario para resolver sus propios desafíos y avanzar hacia la tan ansiada industrialización.
Hoy Kenia se posiciona como líder regional en biotecnología agrícola y biología sintética, con proyectos financiados por el gobierno para desarrollar herramientas diagnósticas y biosensores, y una robusta estructura regulatoria que incluye la Ley de Bioseguridad y la Autoridad Nacional de Bioseguridad. El país ha levantado la prohibición sobre cultivos OGM, ha aprobado el uso de edición genética y ha comenzado a aplicar biotecnologías avanzadas para enfrentar desafíos como la seguridad alimentaria y el cambio climático. Persisten obstáculos estructurales: la colaboración entre investigadores y la industria sigue siendo débil, lo que dificulta la transición de los proyectos científicos al mercado y limita el impacto real de la investigación en la economía y la sociedad.
Una de las piezas fundamentales en este avance, fue la estructura regulatoria que lograron y que ha permitido distintos avances. En el país, ya son más de 10 años que ni hay un avance concreto y mucho menos un cumplimiento con algunos acuerdos internacionales como es el Protocolo de Cartagena o el de Nagoya, que a la fecha deberían tener normativa clara y una estructura coherente para su gestión. Improvisación, rechazo basado en ideología y procesos confusos y truncos son los que abundan. Las universidades que ahora cuentan con esta carrera ¿han considerado este tema o seguirán ignorándolo y graduando profesionales con un muro de obstáculos y futuro incierto?