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Después de la crisis política e institucional que ocurrió entre 2016 y 2020, el país salió dividido en varios sentidos: social, político y regional. A inicios de 2021 uno de los organismos de Naciones Unidas organizó encuentros virtuales y presenciales entre actores de distintas tendencias, centrada en generar espacios de reflexión y reconciliación.
Me tocó participar en algunos de ellos y, si bien existía alguna voluntad de tender algunos puentes, sólo se quedó en la intención. Desafortunadamente fue una iniciativa puntual y no tuvo repercusiones posteriores.
La división continúa e incluso se ha acentuado al interior de las visiones ideológicas y regionales. En mi opinión el hecho de que Bolivia sea uno de los países que menos se ha recuperado de la pandemia, en términos comparativos con Sudamérica, obedece a la división que hubo estos años.
Por ejemplo, el bloqueo a la entrada de recursos externos o créditos en 2020 y luego en 2023 (en dos momentos políticos distintos, pero con varias similitudes) fueron nocivos para apoyar a las familias durante la pandemia, y explican parte de la crisis cambiaria actual.
Hoy prima la polarización entre los diversos actores políticos y sociales. También se ha observado una reticencia a tender puentes de acuerdo y de diálogo que posibiliten la concreción de acuerdos mínimos.
Esto no es sólo característico de nuestro país. Por ejemplo, en la discusión mediática de estos días en Argentina resalta la baja disposición del gobierno nacional a tener un acuerdo incluso con el grupo político más afín. La excusa es que el porcentaje de elección con el cual ganó el oficialismo habría generado un mandato de hacer, más que de concertar. Esa es una de las razones de la paralización de la principal iniciativa legislativa del presidente Milei.
En nuestro país la situación no ha sido diferente porque los ganadores nacionales, departamentales e incluso municipales han seguido un criterio similar. Se ha llegado a afirma que el acuerdo significa capitulación y una especie de traición a las ideas de los electores.
El resultado de esta situación en el país y en el mundo es que las economías nacionales se han paralizado gradualmente porque no existe la disposición a llevar adelante una agenda legislativa razonable y de consenso.
Sin consenso y sin diálogo es casi imposible que los países puedan progresar. Peor aún, la falta de canales de comunicación entre las líneas políticas e ideológicas ha sido determinante para generar gobiernos y congresos ineficaces.
Tuve una jornada de capacitación sobre inteligencia artificial (específicamente ChatGPT) con el expresidente de la Cámara Internacional de Comercio Nicolás Uribe. Y como práctica le hice una consulta sobre el tema que comparto y ésta fue la respuesta:
“El diálogo y la construcción de consenso son esenciales para el diseño e implementación de políticas económicas efectivas, influyendo significativamente en el crecimiento económico, la creación de empleo y la equidad en la distribución del ingreso. La literatura académica destaca cómo la colaboración entre distintos actores económicos y políticos puede llevar a resultados más favorables en la gestión económica de un país.”
En su respuesta más detallada (a la que le solicité que me proporcione ejemplos internacionales y respaldo académico) me citó experiencia positiva a Brasil en los 90 para el programa de estabilización, mientras que el ejemplo negativo que resaltó fue la crisis argentina a inicios de siglo.
Me indicó que uno de los “valiosos estudios de caso sobre los beneficios del consenso” era Chile desde el retorno de la democracia, algo que pudimos apreciar en el entierro del expresidente Piñera donde se vio un espíritu cívico impresionante en medio de las diferencias y pese a la división después del estallido social de 2018.
Valoro el acercamiento entre el sector privado público, pese a su extemporaneidad; y creo que es un paso para que el desacuerdo (ojalá) pueda generar con-senso, para que el país tenga esperanza y solución.