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En la búsqueda perpetua de un sistema político equitativo y un desarrollo sostenible es inadmisible pasar por alto a la lacra del centralismo. En países como el nuestro, en vez de potenciar y aprovechar nuestra riqueza natural abundante, sin duda la mayor de nuestras fortalezas, el centralismo se alza como un verdugo implacable, asfixiando la voz de las regiones y arrebatando oportunidades de progreso a sus ciudadanos. Es hora de demandar un cambio profundo, pues el centralismo mata, y su legado nefasto es evidente en todos los aspectos de la sociedad.
Desde el punto de vista económico, el centralismo se convierte en un freno para el desarrollo considerando que más del 85% de los recursos del presupuesto general se queda en manos del gobierno central. Es repugnante que unos cuantos burócratas cómodamente sentados en escritorios a cientos de kilómetros de los distintos departamentos, decidan en qué, cómo, dónde y cuándo se destinarán estos recursos, resultando esto en una desconexión significativa con las realidades y necesidades de las regiones alejadas a la capital que quedan relegadas en términos de infraestructura, empleo y oportunidades.
El caso cruceño es singular, no podemos darnos el lujo de olvidar la deuda histórica de más de 14.000 ítems de salud que el gobierno le debe a Santa Cruz, ¿eso no es atentar contra la vida de los ciudadanos? Claro que sí, y todo ocurre porque los recursos no se asignan correctamente. Del 100% de los recursos del país, el centralismo le da menos del 0,7% al municipio cruceño y menos del 0,4% a la gobernación, cuando es el departamento más poblado del país y el que aporta más del 35% del Producto Interno Bruto (PIB). Todos los bolivianos debemos defender nuestros recursos y no permitir más recortes presupuestarios de parte del gobierno como está ocurriendo estos días.
El centralismo ha desencadenado una crisis política latente. Cuando el poder se concentra en una única entidad y se dedica a destruir la institucionalidad, como es el caso del Movimiento Al Socialismo (MAS) en Bolivia, se genera una desconexión entre los gobernantes y la ciudadanía. La falta de representatividad y participación conduce a la desconfianza y rechazo de la casta política, incrementando las tensiones y conflictos.
Bolivia ha sido víctima de los estragos de esta forma de gobierno durante demasiado tiempo. Los datos son claros: las regiones con menor desarrollo humano y mayores índices de pobreza son aquellas que han sufrido más, bajo el yugo de la centralización.
El país no puede permitirse seguir sacrificando a sus ciudadanos en aras de un sistema que perpetúa la desigualdad y el estancamiento. El claro ejemplo de lo que significa desarrollarse en libertad es Santa Cruz, donde el libre mercado prevalece, se busca solucionar los problemas con autonomía y cooperación.
Tenemos que decirlo sin miedo, el centralismo mata. Mata el progreso económico, la autonomía de las regiones y la confianza en el sistema político. Bolivia debe elegir si seguirá siendo víctima de esta devastadora práctica o si tomará el camino de la descentralización para construir un futuro en el que cada ciudadano tenga la oportunidad de vivir en libertad.
El llamado es claro: es hora de liberar a las regiones del yugo del centralismo (sea por medio de la profundización de las autonomías o del federalismo) y permitir que las regiones resplandezcan en todo su potencial.