Escucha la noticia
Se juntaron, al son de bombos y platillos, los dos economistas más populares de la actualidad en las redes sociales: Gonzalo Chávez y Antonio Saravia. El objetivo era debatir sobre política económica para encontrar caminos que impulsen el desarrollo de Bolivia. Interesante discusión de ideas, sí. Pero, de tanto contenido ideológico, se terminó echando de menos a la ciencia económica.
Mientras Saravia hizo gala de su conocido individualismo libertario, centrando el desarrollo en el ejercicio de la libertad individual de los agentes económicos en el mercado, Chávez presentó una visión de desarrollo como construcción colectiva. Si bien este último no ve esa dosis de colectivismo como antepuesta a la libertad individual o al mercado, fue objeto de críticas que lo tildaban de estatista, aunque estatismo signifique la «preeminencia del Estado en la actividad social, económica o cultural» (RAE), algo que en ningún momento favoreció abiertamente, a no ser, con matices, respecto a los bienes públicos.
Saravia fue criticado por el hecho de que medidas liberales, como las que propone, habrían sido intentadas antes en Bolivia, pero sin el éxito que promete. A pesar de que, ante este tipo de críticas, los libertarios latinoamericanos suelen justificarse igual que sus pares socialistas, indicando que no se alcanzó el ideal, sino apenas un par de reformas, resulta llamativo ver en qué medida la visión de Chávez complementa, quizás involuntariamente, el libertarismo propuesto por Saravia. Antes de eso, sin embargo, cabe refutar lo anterior.
Aunque los tipos ideales se usan como parámetros de tipos reales, la evidencia empírica muestra que los Estados modernos no son sino sistemas mixtos. Un tipo de Estado real es considerado liberal —siguiendo la tipología de Gøsta Esping-Andersen—, cuando sus políticas predominantes siguen la lógica de esta filosofía, no cuando encajan perfectamente con su ideal teórico. De lo contrario, cualquier político culparía al contexto por el fracaso de sus medidas y alegaría que no se alcanzó, digamos, el «verdadero» liberalismo, como si ese o algún otro ideal teórico pudiera existir, en la realidad, en términos absolutos. Como la administración del Estado no es independiente de su contexto y está hecha principalmente de medidas individuales, el funcionamiento de una teoría, basada únicamente en su supuesto «absoluto», demostraría que sus componentes son sólo parcialmente aplicables en el mundo real, donde tales absolutismos teóricos son bastante improbables, al menos en democracia.
La visión de Chávez sobre el desarrollo (como construcción colectiva) complementa la de Saravia (como agregación de intereses) en el sentido que, aunque el Estado tenga el monopolio de la fuerza, una democracia y un Estado de derecho sólidos pueden contribuir al encuentro de consensos en la agregación de intereses particulares que apunten a establecer parámetros morales en el ejercicio de la libertad, lo que no los hacen per se nocivos para ella. Uno de los padres del liberalismo, John Stuart Mill, quien tenía una visión utilitaria de esta filosofía, entendía la libertad simultáneamente como medio y fin del desarrollo, idea que desarrollaría más adelante, y con nuevos matices, Amartya Sen. Precisamente, su obra «Desarrollo como Libertad» podría contribuir a reconciliar ciertas tensiones entre Saravia y Chávez.
Sen también demostró que la democracia es un uno de los pilares del desarrollo económico, porque gracias a ella la ciudadanía puede establecer parámetros morales y legales ya sea para el ejercicio de la libertad individual o frente a la arbitrariedad de los políticos. La prensa libre, por ejemplo, característica de una democracia liberal, puede contribuir a desenmascarar a un individuo que se enriquece contaminando el medioambiente o a políticos que favorecen a sus amigos con el dinero de los contribuyentes. Desde un liberalismo utilitario, medidas que restrinjan ese tipo de actividades, que son realizadas desde la libertad individual, pero causan daños a la sociedad, serían entonces moralmente aceptables si se basaran en el «principio del daño» de Mill y adquirieran legitimación democrática.
Hayek critica esto que el considera «democracia doctrinaria», porque la tiranía de la mayoría puede ejercerse a través de decisiones aparentemente democráticas. Y tiene toda la razón, por eso son tan importantes los derechos constitucionales. Moralmente, las decisiones democráticas pueden ser muy imperfectas, pero lo mismo cabe decir de las decisiones individuales en el mercado libre. No obstante, la democracia liberal sigue y continuará siendo el mecanismo más efectivo para evitar, en general, los despotismos. Porque, al final, ni un dictador liberal en lo económico, como Pinochet, ni un demócrata doctrinario y coartador de libertades económicas, como abundan en la historia de América Latina, son moralmente aceptables. Aunque ideologizaron el debate, sobre esta dimensión política del desarrollo, los debatientes no se pronunciaron.
Resultó también llamativo el empeño de Saravia en anteponer la libertad económica a políticas sociales, particularmente cuando Chávez mencionó la palabra «solidaridad». Habría que recordar que la mayoría de los Estados con mayor libertad económica son, al mismo tiempo, Estados de bienestar. De hecho, existe una fuerte correlación entre ambos. Como la libertad económica es una gran promotora del crecimiento, y los Estados de bienestar necesitan bastante dinero para sostenerse, no resulta sorprendente que las sociedades con mayor libertad económica puedan, al final, costearse un Estado de bienestar. A la inversa, el Estado de bienestar no sólo presenta desventajas económicas. Por ejemplo, en Europa, la introducción de guarderías infantiles públicas, aun cuando bien pudieran haber sido privadas, multiplicó la cantidad de mujeres que pueden ingresar al mercado laboral, permitiendo así elevar la productividad per cápita e impulsando el desarrollo social y económico. Por tales consideraciones empíricas, el liberalismo económico no está necesariamente enfrentado a la política social. Gustar o disgustar del Estado de bienestar por motivos ideológicos, incluso habiendo distintas variantes del mismo, es apenas eso — una discusión ideología—.
Asimismo, a Chávez se le criticó lo que Hayek denomina «la fatal arrogancia». Se dijo que él cree saber —mejor que los millones de individuos interactuando en el mercado— qué y cuánto producir. Aquí se notó una clara diferencia entre los ponientes con relación a los medios, aunque no así con los fines. Chávez mencionó una cantidad importante de oportunidades que tiene Bolivia como enclave económico, y planteó la posibilidad de promover, a través del Estado, la inversión privada en ciertos sectores. Como es evidente que tales actividades podrían ser rentables económicamente, mientras otras no tanto, la consecuencia de una mayor libertad económica probablemente sería una mayor inversión precisamente en esos sectores. Al menos mientras el Estado boliviano no elimine la corrupción sistemática que lo aqueja, la promoción de la inversión en todos los sectores, a través de un mayor grado de libertad, probablemente sea más eficiente. Caminos diferentes, mas mismos objetivos.
La diferencia más notoria estuvo en la consideración de los bienes públicos y privados. Mientras Chávez abogó por sistemas de salud y educación públicos, Saravia mantuvo su conocida postura libertaria de privatizar todo. Muy poco se tematizó la importancia de ambos para el desarrollo, así como los modos en que se podrían dinamizar sea desde el Estado o el mercado (más allá de la mención de los vouchers por parte de Saravia). Lo llamativo es que los datos muestren que, entre los países con los mejores sistemas sanitarios del mundo, mayor privatización o mayor estatismo no hacen diferencia en sus resultados. Eso sí, todos tienen al menos un sistema público de soporte para la población más vulnerable. Lo mismo sucede en el ámbito de la educación y el desarrollo científico-tecnológico. En los hechos, entonces, la pregunta acerca de cómo administrar ciertos bienes públicos es más una cuestión de cultura política, ideología predominante y consideraciones morales propias del contexto. Lamentablemente, preguntas acerca de la relación y coordinación de los agentes económicos con el Estado, el sistema impositivo, la burocracia o incluso temas tan sensibles, como el impacto económico de la liberalización o prohibición de ciertas actividades, no fueron tematizados a profundidad.
En síntesis, el debate entre Chávez y Saravia cayó demasiado en el terreno de lo ideológico, lo que terminó desfavoreciendo al potencial científico-económico que hay detrás de la cuestión del desarrollo. Faltaron datos empíricos, contrastación de posibles escenarios de la realidad económica boliviana y, por sobre todo, tiempo para seguir debatiendo. Esto último, con todos sus percances, muestra el valor que tiene un debate de esta índole. Que vengan más debates: de cuestiones económicas, sociales y, por supuesto, políticas.