Chile ante la nueva Estrategia de Seguridad Nacional de EE.UU.: por qué el no alineamiento activo ya no alcanza
En el nuevo tablero internacional, la soberanía no se preserva flotando entre bloques, como algunos nos han querido hacer creer, sino anclándose con inteligencia en aquellos que ofrecen estabilidad, acceso y capacidad real de incidencia.
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Durante la última década, una parte influyente del debate estratégico giró en torno al llamado no alineamiento activo. Autores, exdiplomáticos y académicos han defendido esta noción como una vía intermedia entre el alineamiento automático y la subordinación, por un lado, y la neutralidad pasiva, por otro. La idea es conocida: en un mundo de grandes potencias en competencia, un país mediano como Chile podría maximizar su autonomía cooperando selectivamente con todos, sin quedar atrapado en un solo bloque.
El problema es que esa formulación descansa sobre supuestos que el sistema internacional actual ha dejado atrás.
La nueva Estrategia de Seguridad Nacional (ESN) de Estados Unidos lo deja claro. Washington no está proponiendo un menú flexible de cooperación, sino un reordenamiento del hemisferio bajo criterios de utilidad estratégica. Infraestructura crítica, cadenas de suministro, energía, minerales, seguridad y control territorial pasan a ser ámbitos donde la ambigüedad tiene costo. En ese escenario, pensar que Chile puede mantenerse en una posición de equidistancia activa empieza a parecer más un ejercicio normativo, platónico y de buenos deseos que una política viable. Y alguien podría pensar, Trump se irá a marchar algún día. Ciertamente es probable, lo que no es probable es que un gobierno demócrata fortalezca nuevamente a la OTAN. Lo que sí es probable es que China, Rusia e Irán actúen unidos en materia internacional, cada uno es su propia esfera de influencia. Y es ahí, que siguiendo la lucha de Giorgia Meloni, entramos como país.
Estados Unidos vuelve a mirar a América Latina no por afinidad ideológica ni por tradición histórica, sino por competencia estructural con China, Rusia e Irán. Esa rivalidad no es declarativa: se expresa en inversiones, control de activos estratégicos, normas tecnológicas, estándares de seguridad y financiamiento. La ESN establece, sin rodeos, que la cooperación y el acceso a beneficios estarán condicionados a la reducción de la influencia adversaria externa en sectores clave.
En este contexto, el no alineamiento activo enfrenta su límite principal: asume un margen de maniobra que ya no existe, y que en realidad nunca existió, porque parte de dos premisas falsas: un país pequeño o mediano tiene tal nivel de soberanía que puede mantenerse al margen de los grandes. Primera ingenuidad. Y la segunda premisa: es que los intereses nacionales de Chile, solo se remiten o mayoritariamente se remiten a lo comercial. La premisa de que Chile puede “cooperar con todos sin costos” ignora que, para las grandes potencias, la neutralidad selectiva de los socios es leída como falta de confiabilidad y, por tanto, falta de lealtad. En un sistema internacional crecientemente transaccional, la indefinición no preserva autonomía; la desgasta y quienes sostienen lo contrario, insisten en permanecer en un mundo que ya no existe.
La experiencia reciente es ilustrativa. Los países que han intentado sostener posiciones ambiguas en ámbitos estratégicos -infraestructura, telecomunicaciones, energía o minerales críticos- han terminado enfrentando presiones simultáneas, encarecimiento del financiamiento, pérdida de acceso preferencial a mercados o exclusión de iniciativas clave. El costo no es inmediato, pero es acumulativo. Ni qué hablar de las críticas gratuitas del presidente saliente de Chile y dirigidas a su barra brava y que nunca entendió que, en peleas de grandes, lo mejor que podíamos hacer era guardar silencio por el interés superior del país.
Para Chile, persistir en una narrativa de no alineamiento activo implica un riesgo adicional: quedar fuera de las decisiones que están redefiniendo las cadenas de valor globales. Estados Unidos está reorganizando sus vínculos hemisféricos en función de seguridad económica, resiliencia productiva y control de riesgos estratégicos. Con todo, aún existe gente que duda, porque piensa que optar es someterse. Resulta, que mejor sería aclarar que hoy, dada la crisis del multilateralismo, optar significa reconocer que el mundo cambió. En consecuencia, la pregunta relevante no es si Chile debe alinearse con Estados Unidos, sino bajo qué condiciones, con qué agenda y con qué beneficios concretos. Nadie dice que no comerciemos con China, pero poner las fichas estratégicas en China, parece no ser lo conveniente.
Desde esta perspectiva, una relación estratégica con Washington no es una concesión ideológica, sino una decisión pragmática anclada en valores comunes. Estados Unidos sigue siendo el principal garante del orden económico occidental, un actor central en financiamiento, tecnología, defensa de estándares y acceso a mercados. ¿Para un país abierto como Chile, que depende de exportaciones, inversión y estabilidad normativa, ese vínculo es estructural o es que alguien cree que son los chinos quienes nos otorgarán ese soporte?
Además, la convergencia de intereses es evidente. Chile es un proveedor clave de minerales críticos; Washington necesita socios predecibles en el hemisferio. Esta complementariedad no se aprovecha desde la ambigüedad, sino desde el compromiso, activo y negociado, no automático.
Si en materia comercial, la ecuación geopolítica es esa, en materia de seguridad, la situación es similar. El deterioro del entorno regional, el avance del crimen organizado y la presión migratoria requieren cooperación efectiva. Pensar que Chile puede enfrentar estos desafíos sin una asociación profunda con Estados Unidos y otros aliados occidentales no es realista. ¿O es que acaso alguien piensa que en esto nos van a ayudar los chinos?
En síntesis, el no alineamiento activo funcionó -en el mejor de los casos- en un mundo más difuso, con mayor tolerancia a la ambigüedad estratégica. Ese mundo ya no existe. Persistir en la ambigüedad, después de esta notificación norteamericana es riesgoso. Y es más una consigna académica rancia que una política de Estado practicable.
En el nuevo tablero internacional, la soberanía no se preserva flotando entre bloques, como algunos nos han querido hacer creer, sino anclándose con inteligencia en aquellos que ofrecen estabilidad, acceso y capacidad real de incidencia. La nueva política exterior de Chile debería aterrizar las cuestiones y recordar, a propósito de este cambio presidencial, que los mejores amigos del país están más cerca de lo que la teoría progresista ha insistido en destacar.



