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Cómo avanzar hacia la pacificación

Erika Brockmann Quiroga

Psicóloga, cientista política y exparlamentaria

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Hace unos días el vocero presidencial señalo que era imprescindible “esclarecer y resolver” los problemas asociados a la crisis política del año 2019 para iniciar la larga marcha hacia la pacificación. A propósito de esa consideración, comienzo señalando que la complejidad de lo vivido y la polarización atípica que arrastramos desde entonces no puede reducirse a la pulseta entre quienes sostenemos que sí hubo fraude y otros parapetados en la tesis del golpe conservador y regresivo. Tampoco contribuye la extrema judicialización de la política, anclada en el “armado” de casos por terrorismo, sedición e “incumplimiento de deberes”, delitos cuya tipificación no condice con estándares internacionales por su vaguedad, por inducir al abuso de poder, a la epidemia de detenciones preventiva y penas desproporcionadas.

Cuatro años después, la referencia a la idea de reconciliación se torna vacía. Poco avanzamos para dar el primer paso para transitar el pedregoso camino hacia una genuina pacificación.

Las numerosas encuestas de opinión ciudadana en torno a si el estallido social y la crisis política que decantó en la renuncia anticipada y huida del presidente Evo Morales poco sirven para esclarecer si se trató de golpe o fraude. Si bien la percepción mayoritaria favorece la tesis del fraude frente a la del golpe, las cifras varían dependiendo de factores metodológicos o del estado de ánimo de la gente más preocupada en otros asuntos.

Repasemos algunas. En septiembre del año 2020 –en medio de la epidemia del covid 19 y el proceso electoral convocado en condiciones extraordinarias– un 73% de los encuestados sostenía que se trató de un fraude y 58% no creía en la tesis del golpe (Ipsos-Unitas). En enero del 2023, la primera encuesta nacional de polarización reportó una distancia menor entre ambas posiciones: un 40% sostenía la tesis del fraude, un 35% la del golpe; para un 14 % fueron ambos y el resto ni uno ni otro.

Cabe resaltar que es valiosa la tendencia de la opinión pública, pero resulta poco confiable al enturbiarse por apegarse acríticamente a relatos y prejuicios que no dan tregua. No son parámetros para encarar un proceso de reconciliación. No hay señales que predispongan a los actores políticos y sociales al sinceramiento, a la autocrítica, a un mínimo de perdón imprescindibles para que los lideres puedan sentarse en la misma mesa para intentar salir de circulo vicioso de la vendetta y recuperar la esencia de la buena política en democracia.

Al contrario, a la crisis interna del partido oficial se suman los argumentos más ruidosos de las oposiciones. No sorprende que los verbos “consensuar”, “dialogar”, “acordar” y “pactar” sean sinónimo de traición, de intercambios poco éticos de favores o, en el mejor de los casos, señal de ingenuidad política. En este escenario no hay salida ya que la política se entiende como mera lucha por acceder al poder, reproducirlo, concentrarlo y ejercerlo sin límite ni contrapesos. Se esfumaron los conceptos de “responsabilidad política”, cumplimiento de la ley y rendición de cuentas.

En esta línea y a modo de reminiscencia testimonial y reflexiva de lo vivido ese aciago 2019, rescato algunas premisas y eventos indispensables para entender el enredo boliviano. En primer lugar, es imperativo reconocer que la crisis política de 2019 tuvo su origen en el desconocimiento de los resultados del referéndum del 21F de 2016. No solo 83% de los encuestados sostenía este criterio el año 2020, sino que el desconocimiento del resultado del referéndum y la docilidad del Tribunal Constitucional tuvo consecuencias políticas nefastas que no generaron espacios de evaluación critica de la responsabilidad histórica que comprometió al núcleo gobernante. La consigna del golpe ganó terreno desde el poder, al punto de cerrarse el paso a la revisión ecuánime de hechos que llevaron al desborde y estallido social dada la crisis terminal del sistema de justica.

Comparto en estas líneas algunos hechos que, premonitoriamente, despertaron mis temores ese noviembre del 2019. La masiva reacción contra la inexplicable interrupción del sistema de transmisión de resultados preliminares (el famoso TREP) fue hábilmente interpretada por Evo Morales como un gesto de discriminación del voto popular, campesino e indígena del área rural. De nada sirvió confirmar que el voto rural ya había sido contabilizado antes de la irresponsable interrupción del TREP. Por otra parte, la viralización de episodios de hostilidad racista contra las ojotas y polleras durante los bloqueos y protestas ciudadana y contra cruceños en El Alto, solo contribuyó a que el conflicto escale hasta la demanda de renuncia de Morales, sino que permitió validar la arenga victimizante y la instrumentalización política del racismo del caudillo desde la misma noche de las elecciones. Había que impedir la segunda vuelta a cualquier costo.

Un segundo episodio hizo saltar las alarmas. El agravio a la wiphala fue una provocación simbólica que desató la furia y sacudió del letargo a los grupos de choque del MAS, cuya tardía y violenta reacción se resumió en la consigna “ahora sí, guerra civil”.

En este recuento no puede faltar la referencia a la irresponsable declaración de un flamante y envalentonado ministro del Gobierno transitorio en el sentido de que los masistas serían “cazados como animales”. Fue la primera de otras torpezas en las que incurrió el Gobierno de la presidenta Jeanine Añez que no terminó de entender el rol transitorio de su mandato ni el clima de hostilidad que enfrentó.

Concluyo: en 2019 fuimos testigos de un estallido y movilización social cuya magnitud y cobertura territoriales no son comparables a otras registrada en 40 años de vigencia accidentada de nuestra democracia. Significo el despertar de la conciencia democrática plural y de una nueva generacional que incluyó a los hijos e hijas de las ojotas y polleras en la Bolivia moderna y urbana. La renuncia de Evo Morales marcó un hito. Fue un caso de intento fallido de toma gradual del poder total y perpetuo como muchos otros observados en el mundo y la región.

El año 2019 marcó la transición del ciclo evista a un tiempo de progresivo desgaste de la gobernanza democrática del proceso de cambio. Lamentablemente la incertidumbre, la fragmentación e intolerancia de bandos polarizados impiden la emergencia de liderazgos dispuestos a romper el círculo vicioso paralizante que hace de estos tres años de Gobierno el tiempo de las oportunidades perdidas. Siento que se socava a fuego lento la convivencia democrática para profundizarse el pozo de la incertidumbre.

*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo


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Erika Brockmann Quiroga

Psicóloga, cientista política y exparlamentaria

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