Cuadrar el círculo: legados de la Guerra Fría (Chile)
Carlos Rodríguez Braun reseña el libro de Sebastián Edwards acerca del modelo de los Chicago Boys en Chile y el de Alan Bollard acerca de la batalla de ideas entre economistas célebres durante la Guerra Fría.
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Por Carlos Rodríguez Braun1
En 1848, el año en el que Marx y el Engels publicaron su Manifiesto Comunista, Mill presentó en sus Principios de Economía Política una temprana defensa del compromiso entre capitalismo y socialismo, o entre el laissez-faire y el intervencionismo. Sostuvo Mill que había dos grupos distintos de leyes en la producción y en la distribución: mientras que las primeras deberían operar con plena libertad, en las segundas cabía la interferencia a cargo de los representantes de la sociedad. Aunque Marx despreció este intento de “reconciliar lo irreconciliable”, lo cierto es que Mill rio el último: desde su tiempo hasta hoy se han sucedido innumerables teorías y propuestas, desde la derecha hasta la izquierda, para unir liberalismo y antiliberalismo. La caída del Muro de Berlín otorgó a estas concepciones centristas en política y economía un renovado vigor. Los dos libros que analizaremos a continuación ilustran esta posición según la cual hoy todos somos socialdemócratas. También adolecen de una falta de análisis sobre sus deficiencias.
Los Chicago Boys
Sebastián Edwards, profesor de Economía Internacional en la Universidad de California y execonomista jefe para América Latina y el Caribe en el Banco Mundial, brinda un relato profundo y bien escrito de los aciertos y desaciertos de los Chicago Boys chilenos antes, durante y después de la dictadura de Pinochet. Yerra, sin embargo, en su examen de las pensiones y la desigualdad, mientras que su interpretación de la revuelta de 2019 es una simplificación, y su anuncio de que el liberalismo en Chile está muerto y enterrado y será reemplazado por una idealizada socialdemocracia europea es posiblemente un error.
La historia comienza a mediados de los años cincuenta, cuando se firmó un acuerdo entre la Universidad de Chicago y la Universidad Católica de Chile. El plan consistía en entrenar a economistas dentro del llamado Proyecto Chile, “una parte de la iniciativa del Gobierno estadounidense aprobada durante la Administración del presidente Harry Truman para hacer frente al comunismo durante los primeros años de la Guerra Fría” (pág. 28).
Los primeros chilenos se graduaron en Chicago en 1958 y después volvieron a la Católica a enseñar economía. Sus investigaciones no se abrieron camino en la política: el intervencionismo estatal continuó.
Nadie prestó mucha atención a los Chicago Boys en los años sesenta, y mucho menos durante la presidencia de Salvador Allende, iniciada en noviembre de 1970.
Edwards no simpatiza con el régimen del general Augusto Pinochet, que derrocó violentamente el Gobierno de Allende en septiembre de 1973, pero tampoco se hace ilusiones respecto a las desastrosas medidas económicas de Allende, que describe como “políticas macroeconómicas expansivas con controles de precios: la teoría monetaria moderna en los años setenta” (págs. 56-7). Una vez más, la planificación socialista había probado ser catastrófica, y el antiliberalismo de Allende produjo los resultados que cabía esperar: escasez, inflación, déficits fiscales, declive económico y pobreza generalizada (“los salarios reales cayeron casi un 40%”, pág. 64).
Los Chicago Boys obtuvieron influencia, y con ella arribó un problema moral, a saber, si la aplicación de políticas económicas liberales por una dictadura puede considerarse una deslegitimación del liberalismo (o neoliberalismo, como el autor y muchos otros lo denominan; sin embargo, como en líneas generales es identificable con el liberalismo clásico, seguirá aquí la costumbre de los hispanohablantes y prescindiré del prefijo).
El liberalismo económico ha sido criticado por la izquierda, asociándolo a Pinochet. Sin embargo, los mercados abiertos producen efectos positivos en circunstancias políticas diferentes, como las de Alemania desde 1945, España en los sesenta, China en los ochenta y, como veremos seguidamente, Chile.
Edwards también subraya que las políticas liberales de Chicago no fueron en absoluto aprobadas por todos los miembros relevantes del régimen pinochetista. Hubo enemigos del liberalismo en las Fuerzas Armadas (con la aparente excepción de la Armada). En particular, estaba el siniestro general del Ejército de Tierra, Manuel Contreras, jefe de la policía secreta y responsable de muchas violaciones de los derechos humanos. Contreras sometió a los economistas a espionaje y les acusó de ser antipatriotas a raíz de sus políticas de privatización y libre comercio (pág. 101). Los Chicago Boys y sus mentores, incluyendo a Milton Friedman y el influyente Arnold Harberger, conocían dichas violaciones y procuraron mitigarlas (pág. 173).
Ahora bien, dejando este asunto aparte, ¿cuáles fueron los resultados económicos del liberalismo en Chile? Hasta 1982, relativamente pobres. Pero después fueron excelentes, no solo durante los años que quedaban de dictadura, sino incluso más tras la restauración de la democracia en 1990, cuando Pinochet fue derrotado en un referéndum y renunció. Los líderes chilenos, tanto de la izquierda como de la derecha, mantuvieron el sistema liberal, profundizaron su apertura, siguieron privatizando, mantuvieron las finanzas públicas en orden con una baja tributación y finalmente redujeron la inflación al 3 %. Como dice Edwards, “Pinochet perdió la batalla electoral, pero los Chicago Boys ganaron la batalla de las ideas” (pág. 179).
Esto dio lugar a un prolongado período de crecimiento, que muchos saludaron como un milagro: “En 2015 Chile era el líder indiscutido de América Latina. Era el país con la mayor renta per cápita, la menor incidencia de la pobreza y los mejores indicadores sociales en general” (pág. 198).
A pesar de estos logros, Edwards llama la atención hacia los errores económicos de los Chicago Boys, como el tratamiento de shock asociado a Friedman en 1975 (Capítulo 5), y especialmente la fijación del tipo de cambio en 1979 como herramienta antiinflacionaria. Tal como sucedió en Argentina prácticamente al mismo tiempo, las cosas no funcionaron bien con esta estrategia, que desató la especulación y llevó a una severa crisis en 1982 y a una devaluación del peso del 40% (Capítulo 8).
Las principales objeciones del libro en contra de los Chicago Boys, empero, tienen que ver con la desigualdad. Edwards se centra en particular en la reforma de las pensiones, que enlaza de modo controvertido con la revuelta de 2019 y el eclipse subsiguiente del liberalismo.
Sin embargo, no está nada claro que la desigualdad aumentase en Chile, especialmente si tomamos en cuenta las transferencias públicas en especie. El índice Gini no confirma con claridad dicho incremento y, aunque el autor se afana en buscar otros indicadores de la desigualdad (Capítulo 13), parece que el extenso período de crecimiento que situó al país a la cabeza de América Latina benefició al grueso de la población, sobre todo a las cohortes más pobres. Edwards, que cita el análisis de Piketty sobre la creciente desigualdad, pero reconoce sus heroicos supuestos (pág. 232), da por sentado que un gasto público mayor habría impedido los disturbios en Chile (pág. 227).
La celebrada privatización de las pensiones es objeto de un duro ataque en el capítulo 14. Edwards sostiene que existía un “compromiso implícito” de que las pensiones generarían una tasa de reemplazo del 70%, cuando en realidad fue “menos del 35 % del salario mediano” (pág. 242). Pero en un sistema de ahorro privado individual los promedios generales no tienen sentido: las tasas de reemplazo deben ser medidas respecto al flujo de pagos de cada persona. Es obvio que, si una persona por la razón que sea ahorra una suma pequeña, su pensión será menor; sumar sus datos a las contribuciones y prestaciones de otra persona para obtener un promedio no significa nada.
Es cierto que la izquierda protestó contra el sistema privado (págs. 210-11) y que en los disturbios de 2019 muchas pintadas reclamaron “no más pensiones privadas” (pág. 237), pero eso dice más sobre las estrategias antiliberales radicales que sobre los fallos del sistema. Asimismo, el nuevo presidente, Gabriel Boric, presentó un proyecto de una nueva constitución, un texto profundamente intervencionista que pretendía acabar con el liberalismo del estilo de Chicago, y el pueblo lo rechazó con una mayoría del 62% de los votos en un referéndum en septiembre de 2022. La elección del Consejo Constituyente en mayo de 2023, después de la publicación del libro, fue otra derrota para los partidos de izquierdas. Cualesquiera que fueran las ideas de sus líderes sobre el liberalismo, el pueblo de Chile “apreciaba el hecho de que realmente era propietario del dinero de su pensión y que lo podía dejar a su familia como herencia” (pág. 252).
Las verdaderas razones de la revuelta quizá fueron otras, y no el anhelo de dejar atrás el liberalismo; pudieron incluir la inseguridad y, hablando de liberalismo, las políticas intervencionistas que en años recientes incrementaron los impuestos y el gasto público, con el consiguiente freno en el crecimiento económico.
El último capítulo del libro se titula: “¿El fin del neoliberalismo?”, entre prudentes signos de interrogación, ausentes en la portada del volumen. Edwards pronostica que Chile se desplazará hacia un sistema socialdemócrata de tipo europeo (págs. 8, 218, 278). Puede ser. Después de todo, el modelo de un gran Estado de bienestar parece reinar sin oposición en Occidente. Pero un aspecto notable de la conclusión de Edwards es que nunca se refiere a los problemas de la socialdemocracia moderna, desde la fiscalidad y la deuda pública hasta la sobrerregulación, desde el crecimiento languideciente hasta la sostenibilidad de los sistemas de pensiones de reparto. Da la impresión de que para Edwards el Estado socialdemócrata es una suerte de stazione di termini, un final feliz para quienes padecen el comunismo y el liberalismo, como si fueran males equivalentes.
La economía de la tercera vía
Alan Bollard, profesor de Economía en la Victoria University de Wellington y exgobernador del Banco Central de Nueva Zelanda, comparte esta línea de pensamiento, pero con una dosis mayor de corrección política y una simpatía más intensa por la izquierda.
La génesis del experimento de los Chicago Boys radica en las tensiones de la Guerra Fría en los años cincuenta. El libro de Bollard lanza una mirada más amplia hacia el papel de los economistas en los años de la Guerra Fría. Presenta unos vivos retratos y biografías intelectuales de siete economistas internacionales, junto a retratos más breves de otros siete, con puntos de vista algo distintos, para ilustrar el combate de las ideas en este período. Las parejas son: Harry Dexter White/Keynes, Oskar Lange/Friedrich A. Hayek, John von Neumann/Leonid V. Kantoróvich, Ludwig Erhard/Jean Monnet, Joan Robinson/Paul A. Samuelson, Saburō Ōkita /Zhou Enlai y Raúl Prebisch/Walt W. Rostow.
Los socialistas de todos los partidos siempre han cultivado el mito de que ellos son los únicos profundamente preocupados por los pobres de la tierra, al revés que la derecha. El libro de Bollard sigue esta huella: los comunistas atesoran “fuertes impulsos humanitarios para mejorar la suerte de los pobres” (pág. 36). White, que fue un espía de los comunistas y aplaudió su régimen, estaba “movido por un ingenuo idealismo” (págs. 26, 34). Lange fue “siempre sensible al sufrimiento humano” (pág. 47), algo que no se atribuye a Hayek. Los argumentos de Lange contra Hayek fueron “ingeniosos”, mientras que el austríaco fue “un hombre a la contra, dubitativo y pesimista” (pág. 64). Erhard “rechazó la noción de un mercado libre irrestricto y deseaba evitar la explotación de los trabajadores o los consumidores” (pág. 137). Prebisch no era ningún liberal y podía contar chistes argentinos con el Ché Guevara, lo que lo situaba del lado de los trabajadores más pobres (págs. 265, 295). Joan Robinson creía en conspiraciones capitalistas globales mientras que negaba el hambre en China y defendía a todos los dictadores comunistas, desde Stalin hasta Mao, con lo cual naturalmente debía de estar preocupada por los desfavorecidos y ostentar una conciencia social (págs. 175, 317).
Bollard llega incluso a encontrar motivos para alabar el comunismo: “La economía soviética había probado ser muy eficaz a la hora de movilizar recursos durante la Guerra: la impresionante economía posbélica de Estados Unidos estaba infectada por la desigualdad y la discriminación racial” (pág. xvii). En 1963, la Unión Soviética tenía más médicos, aulas con menos alumnos y jornadas laborales más breves que en Estados Unidos” (pág. 197). Sus mayores elogios se dirigen hacia el centro, a Lange, que “buscaba lo mejor de los sistemas Oriental y Occidental… una economía corporativa mixta en el socialismo… un socialismo económicamente eficiente” estimulado por el gasto público, como en el New Deal (págs. 50, 52, 61, 81). Del mismo modo saluda a Erhard por abogar en favor de la economía social de mercado: “Ni socialismo ni capitalismo, sino una tercera vía separada” (pág. 152), y a Ōkita por proponer “una forma mixta de socialismo de mercado” (pág. 222) y discutir con Deng Xiaoping sobre “cómo reintroducir el mecanismo de precios en una economía planificada, el interés de varios economistas en el presente volumen” (págs. 255-6). Termina criticando a Friedman por recomendar “un sistema sin la planificación de Lange, los apoyos sociales de Erhard, el keynesianismo de Robinson y las políticas industriales de Prebisch” (pág. 327).
Pero ese es precisamente el problema: Bollard, como Edwards, no explica los problemas y contradicciones que afectan a la economía cuando los Estados, como hicieron con tanta frecuencia durante el último siglo, de hecho aplican la planificación, los apoyos sociales, el keynesianismo y las políticas industriales.
Y así vemos a autores entusiasmados que aplauden el socialismo de mercado y la socialdemocracia sin reconocer que, como dijo De Jasay hace muchos años, se trata de círculos cuadrados.
Nota:
Economic Affairs, 43(3), págs. 453-457, 2023. Ensayo crítico sobre dos libros: Sebastián Edwards, The Chile Project: The Story of the Chicago Boys and the Downfall of Neoliberalism, Princeton University Press. 2023; y Alan Bollard, Economists in the Cold War: How a Handful of Economists Fought the Battle of Ideas, Oxford University Press, 2023. Versión española publicada en La cultura de la Libertad, LID Editorial, 2024.
1es doctor en Ciencias Económicas por la Universidad Complutense de Madrid y catedrático de Historia del Pensamiento Económico en la misma universidad. Aquí puede visitar su blog y su cuenta de Twitter es @rodriguezbraun.
*Este artículo fue publicado en elcato.org el 21 de junio de 2024