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El año pasado tuvimos la suerte de contar con un premio Nobel que reconoció el trabajo de un grupo de economistas (Acemoğlu, Johnson y Robinson) sobre el papel que juegan las instituciones en la prosperidad de los países. El argumento, bastante resumido, es que una nación prospera cuando cuenta con instituciones inclusivas (mercados abiertos, derechos de propiedad, entre otros), y perece cuando adopta instituciones extractivas.
Este 2025, el comité del Nobel ha decidido reconocer la obra de Joel Mokyr, “por haber identificado los prerrequisitos para un crecimiento sostenido a través del progreso tecnológico”, y a Philippe Aghion y Peter Howitt, “por la teoría del crecimiento sostenido a través de la creación destructiva”.
Quiero dedicar estas líneas a desarrollar, de manera breve, algunos aportes de la voluminosa obra de Mokyr, a quien he tenido el placer de leer. De los otros dos autores no puedo decir lo mismo, esto a pesar de haber entrado en contacto con el concepto schumpeteriano de “creación destructiva”, con lo cual espero pronto entrar en contacto directo con su obra.
¿Qué nos viene a decir, pues, Joel Mokyr, Nobel de Economía 2025? La obra de Mokyr, historiador económico, se ocupa principalmente de un hecho que cada vez ha ganado más notoriedad entre economistas e historiadores: El mundo era bastante pobre hasta hace unos dos o tres siglos; ahora, en cambio, disfruta de niveles de prosperidad que no tienen precedentes. A esto se le suma otro hecho, en apariencia menos relevante: Este proceso de crecimiento económico comenzó en lo que hoy conocemos como Gran Bretaña.
Al igual que con las preguntas sobre el origen del universo, los investigadores económicos se ven forzados a preguntar: ¿Por qué pasó esto en lugar de nada? ¿Por qué específicamente en ese punto y no en otra parte? La causa, la Revolución Industrial, está bien identificada, pero sus orígenes, en cambio, no tanto. Mientras algunos han aducido que la prosperidad de Occidente se debería a factores naturales, como el carbón, demográficos y hasta climáticos, el autor del que nos ocupamos se inclina por otros elementos, más sorprendentes y menos tangibles. Hablamos de las ideas.
Para comenzar, como menciona en su obra “The Enlightened Economy”, el cambio económico depende “más de lo que los economistas piensan, en lo que la gente cree”. Luego, el cambio que propició la Revolución Industrial estuvo motivado, principalmente, por un conjunto de ideas que atribuimos a un movimiento más filosófico que económico, la Ilustración.
¿Cuáles eran las ideas que traía consigo este proceso ilustrado? Eran unas de tolerancia, respeto por el individuo, gobiernos limitados y pueblos que ejercen la soberanía a través de representantes, no tiranos. Hasta mediados del siglo XVIII, el gran limitante del crecimiento económico habían sido los famosos “cazadores de rentas” (rent-seekers), es decir, personas que saquean a los productores en lugar de, ellos mismos, producir. Piense el lector en piratas, forajidos, gremios que excluyen la competencia, y reyes que imponen gravosos impuestos. La Ilustración permitió que muchas de estas prácticas fueran condenadas moralmente y aunque muchas persistían en 1750, la sociedad británica se había convertido para entonces en el máximo exponente de la lucha contra los “cazadores de rentas”.
Dejaré que sea el propio Mokyr el que nos de una descripción del panorama británico: “Para el momento en que la reina Victoria ascendió al trono, el país se había convertido en una economía tan libre como puede esperarse en este mundo, y la búsqueda de rentas en Gran Bretaña estaba acercándose a la extinción. En su lugar, depositó su fe —en opinión de algunos, de manera excesiva— en la única institución cuya sabiduría había aprendido a apreciar: el mercado libre. Esta transición, la madre de todos los cambios institucionales, necesitaba ocurrir antes de que el crecimiento económico se convirtiera en la norma y no en la excepción”.
Fueron las ideas, por tanto, las que permitieron que una economía que venía creciendo a menos del 0,2% anualmente, lo que supone duplicar el ingreso cada dos o tres siglos (!), creara en cuestión de un par de décadas, avances significativos en la calidad de vida de la mayoría de sus habitantes, pasando de una economía netamente agrícola a una sociedad igualmente urbana con centros industriales y tecnológicos.
¿Cómo sucedió este cambio y cuál sería la relación entre las ideas y el crecimiento económico? El eslabón perdido, argumenta Mokyr, está en que las ideas de la ilustración permitieron una proliferación del “conocimiento útil”. Siguiendo el programa de Francis Bacon –para quien la naturaleza no puede ser dominada sin antes ser obedecida, y que para ser obedecida debe, primero, ser entendida–, los británicos comenzaron a difuminar las líneas que separaban el conocimiento teórico del aplicado, buscando cada vez más aplicaciones prácticas a los avances de los filósofos naturales. Así, comenzaba una relación simbiótica entre matemáticos, físicos y químicos, por un lado, y botánicos, agricultores e ingenieros.
La Ilustración, como proyecto, fomentaba la difusión del conocimiento, antes que preservarlo como un logro privado. A diferencia de Tycho Brahe (1546-1601), que escondía sus observaciones astronómicas de Kepler y el resto de la comunidad científica de la época, este nuevo siglo abrazaba un paradigma más abierto y cooperativo. Súmesele a ello la proliferación de la imprenta, con la consecuente explosión de manuales, tratados y revistas que compartían cada avance y descubrimiento nuevo, y se tendrá que los costos de acceso al conocimiento, potenciando todavía más la discusión sobre estos temas.
El resultado, sin precedentes en la historia de la humanidad, fue un sistema de conocimiento que generaba más conocimiento, impulsado la aplicación práctica que se traducía en nuevas tecnologías dentro de áreas como la botánica, la manufactura o la agricultura. Esto explica, además, por qué sociedades que, mucho antes que la europea, tenían importantes avances científicos, como la china o la otomana, no contaron con su propia “revolución industrial”.
Tome usted todos estos elementos en consideración: un ambiente institucional que respeta los derechos de propiedad y limita la búsqueda de rentas, un proyecto intelectual que realza la búsqueda de conocimiento y su aplicación práctica, y una mentalidad que arropa ambos elementos y que reivindica la búsqueda de ganancias como algo que no merece desprecio. Al juntarlos, obtenemos lo que la historiadora Deirdre McCloskey ha denominado el “trato burgués”: Déjame en paz y te haré rico. Buena parte de la intelectualidad británica de la época, empezando por Adam Smith, y de sus no menos importantes artesanos e inventores, comprendieron que el hombre, en libertad, promueve el bienestar de los demás cuando persigue su propio interés.
No fue la tecnología, como tal, la que nos regaló toda la prosperidad que hoy nos hace hasta 100 veces –no 100% o 1.000%, sino hasta un 10.000%– más ricos que nuestros ancestros de hace tres siglos, sino las ideas de libertad, responsabilidad individual e independencia. Estamos, pues, ante un Nobel que tiene mucho que decir sobre cómo la tecnología, respaldada por las ideas correctas, es fundamental para un crecimiento económico sostenible. A fin de cuentas, al mundo la mueven poco más que ideas, he ahí la importancia de abrazar las correctas. Este es un mensaje inspirador: siempre se puede corregir el rumbo.