Decadencia sostenida (Ecuador)
Gabriela Calderón de Burgos dice que habiendo derrotado al correísmo en las urnas en 2021 no se salvó del todo Ecuador, dado que el electorado continúa demandando el mismo populismo del establishment.
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Por Gabriela Calderón de Burgos
Muchos albergamos grandes expectativas en torno al cambio de modelo que se daría en Ecuador si se eligiera un gobierno con propuestas liberales. Esto fue una mezcla de pensamiento deseoso y optimismo excesivo. Ecuador no se salvó simplemente rechazando al correísmo en las urnas en 2021.
Era evidente en la primera vuelta de las elecciones que el Ecuador buscaba el mismo populismo del establishment, aunque ya sin Rafael Correa. Había en ese momento un hartazgo con la marca particular, pero no con el producto en sí. Un 70% del electorado se pronunció por una opción populista, más o menos radical (desde el candidato de Correa, pasando por Pachakutik hasta llegar a la Izquierda Democrática y otros partidos más pequeños también populistas). Un 80% del electorado no votó a favor del entonces candidato Guillermo Lasso. Otro síntoma resultó ser la composición de la Asamblea, donde las principales fuerzas políticas defienden a capa y espada el enjambre de intereses creados por la Constitución y legislación chavista que aprobamos. No podemos quejarnos de la Asamblea que nosotros mismos elegimos.
Si bien es cierto que el haber evitado (o quizás solo postergado) el retorno del correísmo o algún otro populismo al poder nos ayuda a mantener un mínimo de institucionalidad democrática, esto no nos salva. Ecuador –mucho antes de que Correa y su proyecto chavista llegasen— ya había optado por el intervencionismo estatal que es incompatible con el desarrollo económico y lo más probable era –y sigue siendo— un escenario de decadencia sostenida.
Lo triste es que se ha perdido la oportunidad de implementar cambios importantes como para marcar un cambio de trayectoria. También muchos de los actores que se enfrentaron valientemente al autoritarismo durante el correísmo han venido perdiendo credibilidad porque cuando les ha tocado a ellos han demostrado ser capaces de ser ligeros de principios como los de antes.
Una de las tragedias de las repúblicas latinoamericanas ha sido que las élites políticas lograron plasmar proyectos para sociedades libres en nuestras primeras constituciones, mientras que en nuestros hábitos y legislación de menor jerarquía se mantuvo vivo el orden que se buscaba sustituir. Esta es una práctica que se repite una y otra vez a lo largo de los últimos dos siglos posteriores a las independencias.
Para muestra un botón, el candidato Lasso que se vendió con ropaje liberal para llegar al gobierno y estando allí se ha dedicado a administrar el orden chavista heredado. Los resultados no pueden ser significativamente distintos y la gente —liberales o no— comprensiblemente se desilusiona.
Allí asoma la cabeza otro mal crónico de América Latina: el deseo de venganza y castigo. En ausencia de un progreso palpable, probablemente en las próximas elecciones castigarán al gobierno actual eligiendo a quienes tienen propuestas comprobadamente destinadas al fracaso.
Uno de los próceres de la independencia mexicana, Lorenzo de Zavala, decía algo que aplica aquí y ahora: “Lo peor de todo es que las divisiones existentes entre las facciones no son cuestiones de doctrinas, ni de principios, ni de formas de gobierno: allá las personas son los principios y las cosas”.[1] Aquí se ponen las lealtades y afinidades personales por encima de los principios. Y así nos va…
[1] Ensayo crítico de las revoluciones de México desde 1808 hasta 1830, Lorenzo de Zavala, Tomo I, 1831, p. 250.