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Actualmente, los incendios en la Amazonía están afectando gravemente a Bolivia, así como a Brasil y Paraguay. Se tratan de la peor crisis medioambiental desde 2019. En Bolivia, los incendios han destruido aproximadamente 3,8 millones de hectáreas de bosques y pastizales, aunque algunas estimaciones privadas sitúan la pérdida en más de 4 millones de hectáreas. El gobierno boliviano ha declarado una emergencia nacional y ha solicitado ayuda internacional, incluyendo el envío de aviones cisterna y la llegada de bomberos forestales de Brasil, Chile, Venezuela y Francia para combatir el fuego.
El humo de los incendios ha generado una situación crítica en varias regiones, afectando la calidad del aire y obligando a las autoridades a tomar medidas sanitarias, como la suspensión de clases escolares en áreas afectadas de los 9 departamentos del país. Además, estos incendios están exacerbados por las prácticas de quemas agrícolas y las condiciones de sequía extrema que también afectan a la región amazónica de Brasil, donde los incendios y la baja de los ríos han aislado a varias comunidades.
Sobre la causa del problema se ha escuchado decir que es el gobierno nacional, porque no supo realizar trabajos de prevención (cada año sucede lo mismo) ni de mitigación del impacto, actuando tarde, mal o nunca (los incendios comenzaron hace 4 meses), más aún cuando las principales zonas afectadas son tierras fiscales y reservas naturales.
También se ha escuchado decir que el empresariado privado cruceño tiene una gran cuota de responsabilidad sobre los incendios de Bolivia, porque se trataría de incendios premeditados en tierras privadas con el objetivo de ampliar la frontera agrícola, entre otros aspectos.
En todo caso, es posible y altamente probable que se trate, efectivamente, de un vínculo entre parte del empresariado privado (tanto formal como informal) con el Estado que hace todas las conceciones posibles para tratar de mantener la actividad económica a flote para tratar de evitar un agravamiento de la crisis reinante, pero estos vínculos aberrantes que datan al menos del siglo XVI hasta la aparición de Adam Smith a mediados del siglo XVIII, no es otra cosa más que mercantilismo puro y duro, no capitalismo, mucho menos capitalismo de libre mercado.
Es de esta práctica mercantilista en Bolivia que existen alrededor de 10 leyes vigentes que avalan o incluso promueven los incendios masivos de selva y bosques al menos desde 2013: las leyes N° 741, 337, 502, 739, 952 y 1171, 1098. Si los incendios forestales están amparados por la ley, entonces aquí hay bastante más que un simple acto aislado, ocurrente y deliberado, y responde a la política económica impuesta desde el primer día de mayo de 2006 en el país, por el Movimiento al Socialismo, que inicialmente habría provocado “el milagro económico boliviano”, pero que ahora se traduce en esta clase de auténticos desastres.
Pero vamos más lejos todavía. Si acaso hubiera que apuntar a una y no más que una sola causa de la falta de preservación la naturaleza y el medio ambiente en Bolivia (y en realidad cualquier lugar del mundo), esa es la falta de una correcta definición de los derechos de propiedad sobre recursos naturales, como los bosques, y la gestión estatal de estos bienes, impiden el cálculo económico eficiente, lo que lleva inevitablemente a una mala asignación y una sobreexplotación destructiva del entorno. Esta ineficiencia de la administración pública se refleja en la devastación que provocan los incendios forestales, la pérdida de biodiversidad y la degradación de los ecosistemas.
En segundo lugar está, inconfundiblemente, la política económica típicamente keynesiana -y no por eso liberal en sentido alguno- de estímulo de la demanda agregada interna (deuda y consumo) por medio del incremento del gasto público y la expansión del crédito y la moneda nacional. A contramano de lo que sostiene la teoría económica dominante, que ignora el impacto real del dinero de nueva creación sobre la estructura productiva por falta de una teoría del capital, la expansión monetaria genera un auge artificial que distorsiona las decisiones de inversión. Este exceso de liquidez impulsa a los empresarios a involucrarse en proyectos de alta demanda de capital relacionados con la explotación de recursos naturales, sometiendo a la economía y al medio ambiente a un estrés insostenible; se talan más árboles de los necesarios, se incrementa la contaminación, se producen materiales de construcción en exceso, y se extraen recursos como gas y petróleo en volúmenes desproporcionados. Todo esto genera una destrucción de capital y perpetúa la pobreza, siendo que muchas inversiones ni siquiera llegan a completarse.
Durante décadas, se ha argumentado que la relación entre la abundancia de recursos naturales, la violencia y la pobreza es una inevitable “maldición de los recursos naturales”. Sin embargo, no es la existencia de recursos lo que empobrece a los países, sino los gobiernos que, al no proteger los derechos de propiedad, se arrogan la autoridad de decidir sobre esos recursos en lugar de dejarlos en manos de propietarios privados, que no tienen incentivo alguno de agotar sus fuentes de ingreso, sino más bien preservalas .
En este contexto, si se pretende vincular la economía y el medioambiente con algún forma de brujería, la única maldición verdadera que enfrentamos no es otra que la presencia y dominio del Estado mismo sobre los recursos naturales. En todo caso, el camino de largo aliento es una solución del capitalismo de lobre mercado jamás antes implementada en el país: la privatización de los recursos naturales.