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Hay países que no se destruyen de golpe. No hace falta un terremoto ni un huracán para reducirlos a ruinas. A veces, el desastre llega despacio, disfrazado de hazaña. Sopla primero como una brisa de esperanza, luego se convierte en tormenta de control, y termina, en nuestro caso dos décadas después, dejando a su paso el mismo paisaje que dejaría un ciclón: hogares en la pobreza, jefes de familia sin trabajo, enfermos sin atencion, jóvenes emigrados, instituciones convertidas en escombros.
Hemos vivido ese ciclón. No fue de agua ni de viento, sino de poder. Durante veinte años, el país fue azotado por un fenómeno político liderados por el populismo que arrasó con casi todo lo que no se arrodilló ante su lógica. Se erigieron templos a la eternidad del líder, se inundó con subsidios y clientelas, se normalizo la corrupción, se talaron las ilusiones de autonomías, se derrumbaron diques institucionales, y, cuando el vendaval amainó, apenas quedó una nación aturdida, mirando los restos de lo que fue su esperanza.
Como ocurre tras los desastres naturales, también aquí hubo quienes creyeron que la calma significaba reconstrucción. Pero no hay reconstrucción posible mientras el viento siga soplando desde la misma dirección, aunque cambie de nombre o de rostro. Evo Morales y Luis Arce no son estaciones distintas: son fases del mismo fenómeno. Uno fue el ojo del huracán, el otro su cola persistente, el remolino que sigue levantando polvo en los escombros.
El saldo no es sólo económico —aunque baste mirar la inflación contenida a la fuerza, la falta de combustibles, la deuda creciente o las reservas evaporadas—. Es también moral: un país que perdió la fe en el mérito, que aprendió que el éxito no nace del esfuerzo sino de la obediencia; un pueblo que, tras tanto discurso de dignidad, terminó dependiendo del narcotrafico y contrabando para sobrevivir. Nada tan cruel como un ciclón que convence a sus víctimas de que el desastre es dignidad, soberania y progreso.
Y ahora, cuando el silencio se instala y las aguas bajan, viene lo más difícil: la reconstrucción. Porque reconstruir un país devastado por un poder prolongado es más arduo que levantar una ciudad tras un terremoto. No se trata sólo de cemento y carreteras, sino de recuperar la confianza, limpiar la corrupción sedimentada en cada institución, resembrar el civismo donde sólo crece el cinismo.
El tiempo del ciclón se acaba, pero sus consecuencias quedarán durante quién sabe cuantos años. Bolivia deberá afrontar lo que todo pueblo enfrenta después de la catástrofe: recoger los ladrillos, contar sus pérdidas y, sobre todo, no olvidar nunca más de dónde vino el viento.



