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En sus últimos años de vida mi padre tenía junto a su cama una radio grabadora de casetes y escuchaba todos los días los programas de música clásica de radio Cristal, creada y dirigida por Mario Castro. No solamente escuchaba esos programas, sino que los grababa en casetes y tenía una buena colección de ellos. Mi padre nunca fue melómano, nunca se interesó antes en la música (nunca compró un disco), y nunca tuvo tiempo libre para escucharla mientras trabajó, porque le dedicó su vida al país y punto final. Por eso mismo, esa tardía pasión por la música clásica que despertó en su vejez gracias a Mario Castro, me sorprendió agradablemente.
Mario Castro se durmió dulcemente la noche del miércoles 18 al jueves 19 de diciembre. Se durmió sin pesadillas, sin rencores, con el espíritu limpio de una vida bien vivida. Al igual que otro amigo querido por ambos, Ricardo Pérez Alcalá, Mario no sabe que se ha muerto y cuando despierte será con su querido nieto Claudio Sánchez.
Ya no veíamos a Mario desde hace varios años, probablemente desde la pandemia. Ya no podía salir de su casa, se encontraba viejo y frágil, cuidado con mucho amor por sus hijas Marcela y Carmen, a quienes saludaba cada mañana en francés: bonjour, y despedía en las noches en italiano: a domani. Su mundo se redujo a ellas en tiempos recientes.
Ha pasado mucho tiempo desde que escuchamos su voz estentórea inconfundible, esa voz de radialista maduro y reflexivo con la que presentaba sus programas y hacía entrevistas culturales en las emisoras que creó y dirigió durante tantos años, radio Cristal y radio Cumbre. Era una voz que encantaba a quienes lo rodeaban. Su dicción perfecta, su castellano impecable y elegante no necesitaba adornarse de ningún acento argentino para sobresalir. Detrás de la voz había un ser humano cristalino, bueno en todo sentido. Decía el padre Antonio en la misa de despedida el viernes 20 de diciembre, que es mejor que hablen de uno “aunque sea bien” (parafraseando a Salvador Dalí que decía es mejor que hablen de uno “aunque sea mal”). En el caso de Mario jamás escuché a nadie decir nada adverso sobre él (lo cual en Bolivia es de por sí algo cercano a un milagro), aunque no faltará alguno que deslice algo de inquina entre líneas.
Me precio de haber sido su amigo, aunque no puedo vanagloriarme de una amistad estrecha porque nos veíamos ocasionalmente. Espero que él también me haya considerado amigo suyo con el mismo cariño. Sea como fuere, nuestros encuentros siempre fueron cordiales, más allá de la formalidad y amabilidad de las amistades distantes.
Alguna vez fui a su casa y alguna vez vino a la mía. Como las fotos me ayudan a recordar, estuvo en mi casa junto a Raúl Rivadeneira Prada el viernes 17 de enero de 2014. En esa ocasión dejó un mensaje escrito en un cuaderno que suelo reservar para los amigos: “Alfonso, no es fácil dejar estampado el grato momento contigo en tu casa, pero menos mal se puede guardar el recuerdo en el corazón”. Otras veces coincidíamos en casa de Armando Mariaca, que solía organizar inolvidables tardes de ópera y té que su hija preparaba con talento y hospitalidad. En una de esas ocasiones estaba también Cucho Vargas y Mario Frías Infante, otro colega de larga data (a quien le debo un libro sobre Oscar Cerruto que me animó a escribir y que sigue en proyecto).
Con más frecuencia, nos encontrábamos en eventos públicos como las ferias de libros. En la de 2013, junto al quiosco de “El valiente no es violento” que promovía la no violencia y el respeto hacia las mujeres, lo fotografié sosteniendo una cartulina donde había escrito de su puño y letra: “El machismo es un complejo de inferioridad. Sería muy bueno que los hombres lo superáramos”. Coincidíamos en la Cinemateca Boliviana, donde durante años fue miembro fideicomisario y del directorio. Me acompañó en agosto de 2016 en la presentación de mi libro Diario ecuatoriano. Cuaderno de rodaje, una ocasión en la que estuve arropado por varios amigos como él y su nieto Claudio.
Nos unía la pasión por la cultura, de la que él fue un formidable articulador a través de su trabajo radial. Alguna vez me entrevistó en su programa, a raíz de la aparición de otro de mis libros, una entrevista más entre varios centenares que realizó. Hablaba siempre con ese modo pausado y certero de plantear preguntas que soslayaban la banalidad tan común en los tiempos actuales, donde los folletines radiales remplazaron a los programas culturales. Su voz inquisidora era amable y conocedora de los temas que abordaba. Los entrevistados se sentían cómodos conversando con Mario, como si ambos estuvieran intercambiando criterios frente al calor de una chimenea. Su amplia cultura general le permitía hablar de cualquier tema con soltura, no como los improvisados de ahora, que dan lástima.
Mario reunió una selección de sus entrevistas en dos tomos que tituló Lo que el viento no se llevó (2013), que constituyen una radiografía de la cultura boliviana de los últimos 50 años. Allí podemos encontrar las transcripciones de entrevistas que realizó en complicidad con Mario Vargas Llosa, Augusto Céspedes, Ernesto Cavour, Fernando Cajías, Jorge Sanjinés, Luis Ramiro Beltrán, Jaime Laredo, Ricardo Pérez Alcalá, Jaime Sáenz, Gil Imaná, Néstor Taboada, Julio de la Vega, Yolanda Bedregal, Jesús Urzagasti, Matilde Casazola, o Eduardo Galeano. Solo en el primer tomo hay 103 entrevistas en 542 páginas.
Con Mario se va una personalidad enorme de la cultura boliviana que los más jóvenes ignoran por completo. Estos son tiempos en que cuando alguien de esa talla fallece, mucha gente de las redes (enredada), lo despide con un like facilón, pero yo creo que Mario se merece mucho más que eso. Quienes lo conocieron y disfrutaron su amistad, deben aportar sus testimonios.