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¿A qué se dedicará la diplomacia boliviana ahora que los dos temas históricamente más importantes de la agenda internacional quedaron en nada? ¿De qué hablarán éste y los futuros presidentes en sus discursos del 23 de marzo en la plaza Abaroa? ¿Seguirán los niños escuchando la misma historia en las aulas y desfilando por las calles para conmemorar las derrotas? ¿Radio Panamericana seguirá comenzando sus emisiones con el clásico recuperemos nuestro mar? Parece que es mucho lo que tiene que cambiar hacia adelante.
Si hay dos asuntos críticos por los que el expresidente Evo Morales debe figurar en las páginas más oscuras de nuestra historia es por haber llevado a una politización extrema – los otros lo hicieron, pero con algo más de discreción – la relación con Chile y las reivindicaciones del país.
Lo de La Haya fue una de las grandes vergüenzas. Una derrota casi tan dolorosa como la de 1879 después de haber cantado victoria por lo menos durante los dos años previos al fallo de la corte internacional. Se invirtió mucho dinero en juristas internacionales y demás parafernalia, pero lo peor es que se creó una expectativa absolutamente irresponsable, que luego se transformó en una nueva frustración.
“Del mar, ni hablar”, pueden decir ahora en Chile y con la bendición de La Haya. Por lo menos antes, cuando no se había pronunciado un tercero, Bolivia podía mantener una remota esperanza o al menos diseñar una estrategia que le permitiera recuperar eso que algunos llamaron cualidad marítima.
Y fue así, Morales canceló muy probablemente para siempre cualquier esperanza de gravitar otra vez sobre el Pacífico. Es más, mancilló la memoria de los héroes, que incluso desde sus monumentos habrán sentido la ráfaga de una derrota en la que ellos, por lo menos, expusieron la dignidad que le faltó a su lejano sucesor.
Y al exmandatario y sus colaboradores de entonces correspondió también el diseño de la estrategia para hacer algo con el Silala. En realidad, nunca se trató de reafirmar soberanía sobre nada, sino solamente de generar un pretexto para seguir dando rienda suelta al cuento de un patriotismo barato.
Después de haber insistido durante décadas que se trataba de un manantial que nacía en territorio boliviano y que, por lo tanto, correspondía por lo menos un pago por la canalización y el uso de sus aguas en el desértico norte chileno, finalmente se arriaron las banderas de ese discurso y en un triste acto de capitulación se resolvió la diferencia con un retoque geográfico para que, de un momento a otro y sin mediar explicación alguna, el mentado manantial soberano se transformara en río de curso internacional.
Y colorín “colorados”, ya no queda nada que hablar con Chile, salvo aquello de lo que siempre quisieron hablar los chilenos: una agenda sin el molesto mar de fondo y con un río “repentino” que corre ya libre de culpas históricas hacia su territorio. Tanto ir y venir, y tan poco al llegar.
Tan duro es el desenlace de todo esto que mucho más de cien años diplomacia boliviana se van directo al agua. Quedarán algunos hitos, como aquel de 1979, cuando la OEA declaró de interés hemisférico encontrar una solución equitativa para la mediterraneidad o algún otro que quedó guardado para siempre en la carpeta confidencial de algún canciller ya olvidado.
Si algo bueno queda es que ahora habrá que pensar en otros términos y bajo otro enfoque las relaciones internacionales de Bolivia. Es más, tal vez ahora sí se podrá pensar en política internacional, luego de décadas en las que hubo un tema que prevaleció sobre el resto. Es tiempo de ver más allá de nuestros vecinos, sin olvidar, claro, a los héroes definitivos en el mármol y a los villanos que todavía andan por ahí.