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Desde lo ocurrido en 2019, cada vez es más común escuchar denuncias de intentos de golpes de Estado. Por mucho tiempo, fue el principal arma retórica del gobierno. Luego de la autoprórroga judicial, el término se ha integrado también al vocabulario opositor. Analicemos si corresponde su actual uso en el contexto boliviano.
En la ciencia política, los golpes de Estado son intentos abiertos, de élites del interior del aparato estatal, de hacerse de la jefatura del Ejecutivo, rompiendo el orden legal parcial de ésta como institución y/o derrocando al Ejecutivo de turno. En otras palabras, un golpe de Estado tiene tres componentes: la víctima, el Ejecutivo de turno y/o el orden legal de la jefatura del Ejecutivo; el perpetrador, élites del interior del Estado; y la táctica, la ilegalidad.
Que la víctima pueda ser el orden legal y la táctica, ilegal, podría sonar redundante. Sin embargo, en un vacío de poder, no habría Ejecutivo de turno para derrocar, pero sí se podría tomar el poder de forma ilegal. Como esto también sería un golpe de Estado, pese a que la mayoría ocurre derrocando simultáneamente al Ejecutivo de turno, se justifica la redundancia.
El gobierno de Luis Arce ha sugerido, en distintas ocasiones a lo largo de su gestión, que podrían ser víctimas de un golpe de Estado. En todas ellas se referían a sectores movilizados protestando contra el gobierno —por ejemplo, las manifestaciones por el censo o de grupos afines al expresidente Evo Morales—. Independientemente de la legitimidad de las protestas, diferentes en su naturaleza, afirmar que se tratan de intentos de golpe de Estado no es sino intelectualmente deshonesto o, al menos, falto de rigurosidad.
Un golpe de Estado jamás es perpetrado por élites o personas ajenas al Estado. Es decir, ni Evo Morales ni cualquier otro actor externo podría hacerlo. Por supuesto que liderazgos y movilizaciones pueden causar el derrocamiento de un gobierno. No obstante, fenómenos de ese tipo no encajan con la tipología de golpe de Estado, siendo usualmente definidos como, por ejemplo, revoluciones o caídas presidenciales. Ambos conceptos se diferencian del golpe de Estado en el componente del perpetrador.
Algunos opositores también han caído en esta falta de rigurosidad. Para magnificar retóricamente una violación constitucional como la autoprórroga judicial, que no necesita más calificativos, erróneamente la han llamado «golpe judicial». Como muestran Marsteintredet y Malamud, en un estudio sobre el empleo del término «golpe» con adjetivos, la noción de «golpe judicial» sería un subtipo reducido de golpe de Estado. Reducido, porque nadie ha sido derrocado ni ha tomado el Ejecutivo. Y aunque élites del interior del Estado hayan violado artículos de la constitución, estos no tienen nada que ver con la jefatura del Estado como institución. Por ambos motivos, falta el componente de la víctima.
En todo caso, la autoprórroga del Judicial, que viene favoreciendo abiertamente al gobierno de Arce, corresponde a un fenómeno político que hoy se da con más frecuencia que los golpes de Estado: el «agrandamiento del Ejecutivo». Si la democracia boliviana peligra actualmente, no es por un riesgo inminente de golpe de Estado, sino debido a la usurpación de poderes por parte del Ejecutivo.