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El MAS no parece muy incómodo por las tensiones internas. En realidad las diferencias entre facciones no representan una fractura, como algunos se apresuran a especular, sino que son el resultado de una nueva dinámica que excluye ya la figura del caudillo como eje de articulación principal. Evo Morales no es más el factor de la unidad, ni la figura imprescindible para los procesos electorales y eso cambia radicalmente el futuro partidario.
La victoria de Luis Arce en los pasados comicios generales no fue resultado de un voto solidario con el que se fue, ni la expresión de una ciudadanía temerosa ante la posibilidad de nuevas y fallidas transiciones, sino simplemente el reencuentro de los simpatizantes masistas/populistas con un proyecto, o como quiera llamársele, más que con un liderazgo.
Y esa es una gran diferencia con el resto de las organizaciones políticas que, durante casi 40 años de democracia, se construyeron, sobrevivieron y desaparecieron aferradas a un personaje. Y ojo que no solo se trataba de un cambio de retrato en la pared de las oficinas partidarias, sino de una renovación de la narrativa/discurso que interpretara a una sociedad expuesta a profundos cambios internos y globales.
El MAS debió transitar forzadamente el camino de la renovación del protagonista y avanzó hacia la designación de un administrador del proceso más que de un líder con las características tradicionales. Arce no es un presidente carismático, tampoco un símbolo de inclusión indígena como lo fue Evo Morales y ni siquiera un referente de reflexión ideológica – el ideólogo – como Álvaro García Linera. Su fortaleza radica en habilidades técnicas: la administración de un modelo de desarrollo.
Entre el día en que fue elegido, hace más de un año, y hoy, se ha ido creando una distancia entre el presidente y el supuesto líder social (Evo Morales), que antes que una ruptura, es la manifestación o el síntoma principal de una reorientación obligatoria del funcionamiento partidario.
No es Arce quien debe adecuarse a la nueva lógica, sino Morales quien debe resignar posiciones porque ya no gesta su jefatura desde el centro, sino desde una periferia donde únicamente un sector – el de los cocaleros – lo respalda sin titubeos. El poder en el MAS no estaría más centralizado en una persona y eso abriría un gran espectro de posibilidades hacia el 2025, del que el líder cocalero no necesariamente está excluido, pero que lo pone en igualdad de condiciones que otros para aspirar a una eventual candidatura.
Morales ya no es el poder detrás del trono, como hubiera querido y, si bien lo que ocurre en su caso no es parecido a lo que sucedió con Rafael Correa y Lenin Moreno en Ecuador – una brecha definitiva -, en la práctica los resultados podrían ser los mismos.
Posiblemente sin advertirlo, el MAS ingresa en una segunda etapa de su historia, con una estructura más parecida a la del antiguo Partido Revolucionario Institucional (PRI) de México, que a la de las organizaciones políticas de Cuba, Venezuela y Nicaragua. Así la continuidad del partido en el poder no depende de un líder único e “infalible”, sino de una organización más compleja, donde la burocracia administrativa del Estado participa junto a movimientos sociales de la promoción de liderazgos que se renueven cada cinco o diez años como máximo.
El autoritarismo – como también sucedió en México – no desaparece necesariamente por la aparición de un nuevo candidato cada vez, sino que se mantiene como una visión de partido y una lógica de ejercicio del poder, por lo que una posible ausencia de Morales en futuros escenarios electorales no significaría un cambio de fondo, sino solo un disfraz de democracia interna para evitar que un “desgaste” personal limite o impida la continuidad del proyecto. El MAS estaría asimilando así la experiencia de lo que pasó en noviembre de 2019.
El “proceso de cambio” interno supone también cierta flexibilidad en “principios” aparentemente intocables y una dosis de pragmatismo para ajustar normas y atraer capital extranjero hacia las áreas productivas de las que en última instancia depende el éxito del modelo de desarrollo, sobre todo en una coyuntura en la que suben los precios internacionales del gas, pero bajan las reservas por falta de reglas más “atractivas” para la inversión.
En ese campo, Arce es el único que puede realizar los ajustes que sean necesarios, sin que una decisión de apertura implique arriar las banderas “progresistas”, bajo la convicción de que hay momentos en que los técnicos deben ser quienes aseguren la sobrevivencia del proyecto en el largo plazo, aunque deban hacer concesiones “ideológicas” temporales. El sacrificio del “técnico” no es tan definitivo como el del “político-ideólogo”.
La adecuada lectura de esta nueva realidad que marca al partido de gobierno es un desafío fundamental para el futuro de las organizaciones de oposición o de las ideas diferentes. Y aquí no se trata solo de pensar en la próxima elección, sino de visualizar un horizonte más amplio y de ir gestando una nueva narrativa que refleje y finalmente exprese a la sociedad. Eso no puede ceñirse a los tiempos y urgencias de un calendario electoral como viene ocurriendo por lo menos en la última década.
Para la oposición posiblemente no sea el tiempo de crear partidos, afirmar lealtades o apoyar candidaturas, sino de algo mucho más importante como es la generación de nuevos argumentos que alimenten la narrativa de diálogo con la gente. El MAS dio un paso adelante y no hay que perderlo de vista.