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Hace poco releí Camino de Servidumbre de Friedrich Hayek y un concepto me resonó profundamente: el “Fin del Hombre Económico”. Aunque fue escrito a mediados del siglo XX en un contexto europeo, este capítulo es un espejo inquietante de lo que está ocurriendo en nuestra sociedad.
Actualmente en Bolivia, vivimos en una crisis económica preocupante, pero nuestra forma de votar no ha cambiado. Nos quejamos de la corrupción, la inflación y el estancamiento económico, pero al momento de elegir, nuevamente seguimos optando por el que promete más bonos, más enemigos imaginarios o discursos más encendidos. ¿Por qué? ¿Cómo llegamos a preferir al populista antes que al técnico, al demagogo antes que al reformista?
Hayek señala que la idea del “fin del hombre económico” no es tanto una señal de progreso moral, sino un mito moderno que ha ganado popularidad: la creencia de que ya no necesitamos prestar atención a las realidades económicas, que los deseos colectivos pueden imponerse sin costo, y que los obstáculos materiales deben desaparecer por decreto.
Esta mentalidad —denominada por Hayek como economofobia— es peligrosa. En lugar de aceptar las reglas del juego económico, preferimos desconocerlas. Nos molesta que la economía tenga límites, que el dinero no alcance, que el desarrollo tome tiempo, sin embargo, seguimos buscando líderes que nos prometan lo contrario: crecimiento sin esfuerzo, abundancia sin inversión, es decir, promesas vacías sin sustento. El resultado de dicha economofobia es, en este sentido, una democracia sentimental, reaccionaria y sin rumbo que cambia de caudillo en caudillo esperando milagros que nunca llegan.
Cuando observamos el escenario electoral boliviano, no es difícil ver esta tendencia. Los candidatos que encabezan encuestas no lo hacen necesariamente por la solidez de sus propuestas económicas, sino por su capacidad para conectarse emocionalmente con el votante. La política se ha vuelto un espectáculo de frases ingeniosas, TikToks, resentimientos identitarios y promesas que ignoran cualquier restricción presupuestaria.
Mientras tanto, quienes se animan a hablar de reformas fiscales, seguridad jurídica, inversión extranjera o apertura comercial y libertad económica —temas urgentes para salir de la crisis— son tildados de fríos, elitistas o insensibles. ¿No es esto, precisamente, el síntoma de una cultura que ya no quiere saber nada del “hombre económico”?
Hayek advierte sobre otra trampa: la idea de que la seguridad económica es condición para la libertad. Esta visión invertida lleva a muchas personas a justificar medidas autoritarias en nombre de la estabilidad. En Bolivia lo hemos vivido: controles de precios, restricciones al comercio, persecución a empresarios, y una fe casi religiosa en que el Estado debe proveerlo todo. Pero la seguridad prometida rara vez llega, y cuando lo hace, viene acompañada de menos libertad, la cual se traduce en: menos libertad para emprender, para elegir, para disentir. El precio que pagamos por ignorar las reglas económicas no es solo la pobreza, es también la obediencia.
Lo más paradójico es que, mientras despreciamos lo económico, nuestras demandas más urgentes son económicas. Queremos empleo, queremos que baje el costo de vida, que no falten dólares, que haya inversión. Pero si seguimos votando por quienes niegan la economía, seguiremos hundidos en una fantasía que no construye futuro y que solo aplaza la decadencia.
No se trata de convertirnos en tecnócratas sin alma. Se trata de entender que la economía importa, que los recursos son limitados, que el progreso real requiere esfuerzo, responsabilidad y reglas claras. La solución no es dejar de soñar, sino aprender a soñar con los pies en la tierra.
Si algo aprendí de Hayek es que el verdadero progreso no viene de promesas mesiánicas, sino de una ciudadanía madura. Una que entienda que la libertad tiene un precio, que no existe desarrollo sin disciplina, ni democracia sin responsabilidad individual.
Hoy más que nunca, Bolivia necesita que elijamos con la cabeza y no solo con el corazón. Que dejemos de buscar salvadores y empecemos a construir soluciones. Que recuperemos al “hombre económico”, no como un ser frío y egoísta, sino como alguien consciente de que la libertad, la justicia y el bienestar no se decretan, se construyen.