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En los años 60 e inicios de los 70 del siglo pasado, muchos jóvenes tenían el sueño de la inclusión social, de la construcción de la democracia, derrotando a las dictaduras militares. Muchos soñaban con la construcción del socialismo, sin saber –en esos tiempos–, que este era otra forma de dictadura.
Me casé con Martha a finales de mayo de 1971, pero ya el 21 de agosto de ese año vino el luto a mi familia. La dictadura banzerista asesinó a mi hermano Julio. Lo capturaron herido el 21 en la noche y en la madrugada del 22 le dieron el tiro de gracia en la sien, en el hospital militar. En lugar de tener lindos meses iniciales de matrimonio, tuvimos que sufrir esa pérdida. A los dos meses me apresaron, me sacaron del Ministerio de Planeamiento, donde trabajé unos siete meses. Eran épocas en que se elaboraba La Estrategia Nacional de Desarrollo. A mi esposa la sacaron de su trabajo en el Ministerio de Hacienda. La represión era contra toda la familia.
Pasé casi un año preso. No me permitieron salir a ver el nacimiento de mi hija Gabriela, en abril de 1972. A ella la conocí a las tres semanas de nacida. Martha me la llevó a una prisión de Achocalla, donde yo estaba preso. Después de unos meses me liberaron; en realidad, me expulsaron del país. Iba rumbo a Buenos Aires, pero el avión hizo escala en Santiago, me bajé y me quedé en el Chile allendista.
En Santiago comencé a hacer mi maestría en Escolatina, daba clases en la Universidad de Chile y en la Universidad Católica. Trabajaba también en la Escuela Nacional de Administración (ENA), que daba formación a los empleados del Estado. A ese Santiago llegaron mi esposa y mi hijita. Ahí comencé a aprender a ser padre.
Mi beca era mínima, mis otros ingresos también y con la devaluación diaria, esos recursos se evaporaban rápidamente. Vivimos en una vivienda precaria, pero llena de cariño, respirando un poco los sueños sociales de muchos chilenos y latinoamericanos; aunque con muchos reparos porque nos dábamos cuenta de que se aproximaba un golpe de Estado.
Los chilenos decían que su país era democrático y que nunca los militares harían un golpe, pero los bolivianos, acostumbrados a los levantamientos militares, olíamos en el ambiente que eso se aproximaba. Justo por eso, en agosto de 1973 pedí a Martha que volviera a Bolivia con mi hija. Así lo hicieron. Al mes siguiente, el 11 septiembre, se produjo el golpe de Pinochet.
Los bolivianos teníamos dos pecados: uno, ser bolivianos, y, dos, ser catalogados de rojos. Mataron a algunos, a otros los apresaron. Yo ayudé a ubicar bolivianos y llevarlos a los refugios de Naciones Unidas, para que salieran al exilio. Para darme seguridad, me pusieron como si estuviera asilado en la Embajada Suecia. Un día me llamaron de la Cepal y me dijeron: “Mañana partes a Suecia, ven a la tarde y te llevamos a la Embajada”.
Llegué, me preguntaron si era el boliviano, dije que sí, y me subieron a un coche. Me mostraron una verja y me dijeron: “Salta, porque vienen los militares”. Salté. Era la residencia de México, se equivocaron de boliviano. Lo supe un año después, al charlar con Pablo Ramos, le pregunté de su suerte al salir de Chile, me dijo, fui a la Dominicana porque algún hijo de p..se fue en mi lugar a México.
Al llegar México dieron asilo a los chilenos, a los de otras nacionalidades. A nosotros nos dijeron que nos salvaron la vida, pero que debíamos abandonar el país. Sin pasaporte eso era difícil, pero Canadá nos aceptó y partimos con mi esposa e hija. No teníamos derecho a trabajar en industrias grandes con sindicatos porque éramos “rojos”. Ni modo.
Mi esposa pulía joyas en una empresa pequeña, después tendía camas en un hotel. Yo lavé platos en algunos hoteles. Ahí aprendí que si se tiene manos nadie se muere de hambre, más cuando hay hijos que mantener. Paralelamente daba clases de El Capital en la universidad a exiliados latinoamericanos. Lo hacía en español porque mi inglés era precario. A los siete meses volvimos a México, quería seguir dando clase en la UNAM, porque eso hice en el poco tiempo en estuve allí. Ingrid Koester fue ayuda clave para ese retorno.
En México reestudié la licenciatura de Economía, pues al salir al exilio era solo egresado. Hice mi maestría, inicié el doctorado. Mi tutor de tesis fue René Zavaleta, mi tema la informalidad política. Al morir René dejé la tesis, pues más que un ejercicio académico era una complicidad de amigos. Fui profesor de la UNAM casi 13 años, en la licenciatura de Economía y el doctorado de Ciencias Políticas.
Me convertí en un referente en la enseñanza de El capital. Daba clases con Zavaleta, Thetonio Dos Santos, Vania Bambirra, Ruy Mauro Marini, Pedro Paz, Agustín Cueva, Bolívar Echeverría. Me volví colega “monstruos académicos” de Latinoamérica.
Mi esposa estudió su maestría en el CIDE cuando Horacio Flores de la Peña inició un programa de formación de cuadros para el Estado mexicano. Ella ni terminó sus estudios y fue a trabajar a la Secretaría de Programación y Presupuesto, llegó a ser directora nacional de Inversiones. Ganaba el triple que yo. La invitaban a fiestas del Estado y en la invitación decía “señor de Gutiérrez”. Mi esposa apellida Gutiérrez. México nos formó académica, profesionalmente y se convirtió en nuestra segunda patria. Vueltas de la vida, nuestro segundo hijo, Ricardo, que nació en México, hace 15 años que trabaja en su país de nacimiento.
Durante la UDP vine a Bolivia, intenté buscar trabajo, pero como no militaba en ningún partido, no hallé empleo. Volví a México. Le dije a Martha nos quedamos en este país y comenzamos a construir nuestra casa.
En 1986 Martha vino de vacaciones a Bolivia. Yo tenía que usar mi año sabático de la universidad. A ella le avisaron que Fernando Cossío dejaba su empleo de editor en el Foro Económico del ILDIS. Martha me dijo: ¿por qué no pasas tu sabático aquí si te aceptan en el ILDIS? Ana María Bravo me recomendó con Heidulf Schmidt, este aceptó. El año pasó rápido. En la UNAM pedí un año adicional de permiso sin goce de haberes.
En ese segundo año mandábamos artesanías a México para adornar nuestra casa. A Martha le iba muy bien en el trabajo. Cossío, su padrino en sus empleos, le dijo serán coju… si se van. En esos días fuimos a una peña con Flavio Machicado, Alejandro Schjetman, un chileno amigo. Luis Rico nos dedicó El regreso de Matilde Cazasola. Con lágrimas en las mejillas, yo y Martha nos dimos cuenta que debíamos quedarnos.
Fuimos a México. Nos esperaban los amigos entrañables para la bienvenida, les dijimos que en realidad debía ser despedida, pues dejábamos México. Vendimos a las locas la casa, regalamos de yapa nuestras cosas para apurar “el regreso”. Doña Matilde no sabe, pero en parte es culpable de nuestra vuelta. Llegué a Bolivia en octubre de 1986. Este año, en este mes, cumplimos 39 años de haber regresado al país.
En México tenía plaza definitiva en la UNAM, renuncié. No nos arrepentimos, pues estando fuera del país, así te vaya bien, siempre eres un extranjero. En México, país de millones de habitantes, siempre serás una hormiga; en cambio, Bolivia está todavía por hacerse. Lo que hagas deja huellas, buenas o malas, pero dejas rastros.
No nos arrepentimos. Martha fue directora de Inversiones Públicas, subsecretaria de Presupuesto en los tiempos en que había meritocracia. Abrió campo al escribir sobre los presupuestos con enfoque de género. Con el ILDIS ayudé a construir la democracia en Bolivia, con el PIEB ayudé a formar a más de 1.000 investigadores jóvenes en todo el país.
La vida me dio tiempo para reflexionar sobre los mestizajes, el plurimulti y las burguesías cholas, cosa que todavía hago. El Momento Político y el Tiempo Político fueron una linda experiencia. El Mosquito me acompaña 37 años, como también La Tertulia.
Pero lo más importante: Bolivia nos permitió criar bien a nuestros hijos, mantener la familia y tener amigos. A mis hijos, a mis nietos, a mi Martha, les dejo estos recuerdos. Pero lo que quisiera dejarles siempre es un apellido limpio.