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Cada elección viene acompañada de una mezcla de entusiasmo, ansiedad y, en no pocos casos, frustración. Buena parte de esta expectativa gira en torno a las encuestas, herramientas técnicas que, más allá de sus aciertos o desaciertos, se han convertido en parte del paisaje electoral.
Cuando los resultados finales discreparon sustancialmente de lo que reflejaban los sondeos, se reavivó el escepticismo: “las encuestas no sirven”, se ha afirmado con desdén. Este desencanto, aunque emocionalmente comprensible, suele tener más relación con una lectura deficiente de los datos que con una falla técnica de la estadística en sí misma.
Es preciso recordar que la estadística no es una opinión ni un oráculo: es una ciencia. Su objeto de estudio es la variabilidad y la incertidumbre de fenómenos observables, y su método se basa en principios rigurosos de la matemática y la probabilidad.
Es también una ciencia instrumental, fundamental para otras disciplinas. Sin ella no existiría la medicina basada en evidencia, el análisis económico robusto, ni estudios sociales con capacidad de inferencia. Su utilidad no reside en predecir el futuro con exactitud, sino en entender el presente con mayor claridad y en tomar mejores decisiones.
Las encuestas cumplen un rol central en la sociedad moderna. Son una de las herramientas más eficientes para aproximarse al estado de la opinión pública, identificar percepciones, y anticipar tendencias. Son útiles no solo para el diseño de políticas públicas, sino también para estrategias empresariales y planificación institucional.
En una era de sobrecarga informativa, las encuestas representan una forma sistemática de ordenar la opinión ciudadana. Su ausencia implicaría que gobiernos, empresas y organizaciones naveguen a ciegas, confiando más en intuiciones que en datos.
Por supuesto, ninguna encuesta es perfecta. Todas están sujetas a márgenes de error estadístico porque trabajan con muestras y no con el universo completo. Pero existen además errores no muestrales: preguntas mal formuladas, sesgos introducidos por los entrevistadores, respuestas estratégicas de los encuestados, problemas de procesamiento, o tasas elevadas de no respuesta. Estos últimos son críticos porque generan distorsiones difíciles de detectar y que pueden afectar gravemente la credibilidad de los resultados.
En la elección reciente, las encuestas publicadas mostraban un margen de error clásico de 2% sobre una muestra de 2.500 personas. Sin embargo, en algunos casos menos del 30% de los encuestados había definido su voto, mientras que el 70% restante se declaró indeciso o no respondió.
Esto implica que los resultados reflejaban únicamente una pequeña fracción del electorado. Al ajustar la estimación considerando este nivel de indecisión, el margen de error real se acercaba a 7%, una diferencia sustancial que cambia por completo la lectura posible de los datos.
La consecuencia fue evidente en los resultados. Por ejemplo, en el caso del PDC, que aparecía con un modesto 4% entre los votantes decididos en la encuesta, pero obtuvo un 32% de los votos en la elección. ¿Qué ocurrió? Su candidato logró convencer a una proporción significativa de los indecisos: habría captado un 44% de ese segmento, frente al 29% que eligió al segundo, el 19% que optó por el tercero y el resto que se dispersó entre otros candidatos. En otras palabras, la verdadera batalla estaba entre quienes aún no se habían pronunciado al momento de la encuesta.
Este episodio refuerza una lección clave: las encuestas no son predicciones infalibles, sino fotografías momentáneas. En contextos de alta incertidumbre, como los electorales, lo que parece cierto hoy puede modificarse radicalmente mañana.
De ahí que los encuestadores debieran acompañar sus resultados no solo con el margen de error tradicional, sino con uno más realista que incorpore el nivel de indecisión de los entrevistados. Esta práctica, más honesta, devolvería parte de la credibilidad que a veces pierden estos ejercicios.