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En Bolivia los optimistas son cada vez menos y lo que hay es una más o menos generalizada incertidumbre. Como nunca, todos los estudios y encuestas, de mayor y menor alcance, con muestras de diverso tamaño, coinciden en por lo menos una cosa: la gente piensa que vamos mal y que pasará algún tiempo – esperemos que no mucho – para que todo comience a mejorar.En ciertos segmentos, sobre todo en aquellos que no vivieron la experiencia económica traumática de los tiempos del gobierno de la Unidad Democrática y Popular (UDP), cuando la hiperinflación reducía en minutos el valor del dinero y las largas colas por alimentos eran un símbolo del momento, se nota cierto desconcierto.
Y es que posiblemente no puedan entender cómo el país del “milagro”, referente internacional de crecimiento y de baja inflación, en cosa de meses se convirtió – el término no es excesivo – en una suerte de antesala del infierno, donde todas las conversaciones, en tono de creciente preocupación, giran en torno a lo mismo: la crisis.
De hecho, la abundancia es cosa del pasado y eso es algo que se puede advertir en la vida cotidiana: obviamente en la escasez de dólares, pero también en los anaqueles cada vez más vacíos de las farmacias, en la desaparición de productos importados en mercados, supermercados y hasta en ferias – la “nacionalización” es un hecho -, pero sobre todo en la disminución de un elemento central que se aloja en ese punto sensible que llamamos estado de ánimo: la confianza.
Escasean “cosas”, pero parecería que tampoco es muy fácil encontrar certezas en el “almacén” de las expectativas públicas. Y esa sensación de vacío lo contamina todo. No hay un puente entre un presente crítico, económico y político, y un futuro más alentador. Lamentablemente, por ahora, la gente está atrapada en sus propias urgencias y le cuesta levantar la mirada para ver más allá de una circunstancia que la abruma.
No hay un líder o una agenda que despierte nuevamente la ilusión. La crisis económica es grave, si, y podría empeorar, pero eso no significa que la gente esté esperando al “hombre o la mujer que calculaba”, al de los números fríos, al de la “Bolivia se nos muere”, porque es otro el momento y es diferente el agua social que discurrió por debajo del puente histórico de las últimas dos décadas.
El perfil del “salvador” – líder o proyecto – ha cambiado por fuerza de las circunstancias y también por la irreversibilidad de los cambios que, mal o bien, fueron parte de una gestión gubernamental con muchas sombras, pero también con algunas luces, en los últimos veinte años. No existe la posibilidad – mejor así – de un borrón y cuenta nueva, porque en muchos aspectos lo que había antes no es mejor que lo que hay hoy.
Tal vez por eso, cuando se barajan los viejos nombres y hasta algunos “nuevos” con ideas de antes, no se despierta ningún entusiasmo, como tampoco lo suscitan los personajes que todavía transitan por el poder. Por ahora, no hay dónde elegir en la galería de quienes se apresuran a exhibir sus habilidades.
Escasea el optimismo y eso, por lo pronto, lo abarca todo. No es la idea congelar la fotografía del ánimo nacional en un momento de poca claridad y desaliento, pero no es poco saber en qué lugar comienza el nuevo viaje.