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Para salir de la encrucijada económica en que se encuentra el Estado boliviano, de una manera social y políticamente aceptable, se necesita dar un gran salto cualitativo: del Estado clientelista del Socialismo del siglo XXI al Estado de bienestar moderno. Puede sonar contraintuitivo si tomamos en cuenta que tenemos un problema de sostenibilidad económica; no obstante, existe un modelo de Estado de bienestar que puede adaptarse a la realidad boliviana y que es moralmente superior al statu quo.
El gobierno boliviano no se anima a hacer los urgentes ajustes estructurales por un motivo en específico: su costo social y político. Aunque se pueda asumir cierta rigidez ideológica, la razón decisiva de no actuar –como los tiempos actuales lo exigen– reside en el temor del presidente Arce de que se generen revueltas sociales que le cuesten el cargo, pues los ajustes estructurales son particularmente impopulares en Bolivia. Incluso Evo Morales, quien en diciembre de 2009 había ganado las elecciones con un 64,22 por ciento de los votos, tembló y retrocedió luego de su «gasolinazo» apenas un año después. Se puede decir que el único que logró una hazaña de tal magnitud fue Víctor Paz Estenssoro en 1985; por un lado, porque la bomba de la hiperinflación ya había explotado y, por tanto, reinaba cierta conciencia popular de que pocos saldrían ilesos de la catástrofe de la UDP y, por otro lado, mediante el uso de la fuerza coercitiva del Estado. Empero, las condiciones políticas a las que se enfrentaba la UDP eran más complejas que las de hoy. A diferencia de Hernán Siles Zuazo, Arce no sólo tiene mayoría en la Asamblea Legislativa, sino que tiene el soporte de una oposición lista para favorecer las medidas económicas necesarias. En ese sentido, más allá de lo ideológico, se trata de una cuestión de miedo y voluntad.
Pero, ¿qué tal si existe una forma de salir de este problema macroeconómico reduciendo al máximo el costo social y político? ¿Qué tal si convertir a Bolivia en un Estado de bienestar moderno, a pesar de sonar ilusorio y soñador, puede ser la solución?
En las ciencias sociales, el Estado de bienestar se define como un sistema político cuyo modelo económico combina una economía de mercado con un Estado que garantiza altos niveles de protección social. El rol de éste se manifiesta mayormente en tres versiones: como proveedor de servicios sociales (versión socialdemócrata), como asistidor y fiscalizador (versión liberal), o como un sistema mixto y más embrollado (versión conservadora), según la tipología de Gøsta Esping-Andersen. Aunque la intervención estatal varía considerablemente entre los tres modelos predominantes, éstos coinciden en dos premisas: por un lado, que la economía de mercado es indispensable para la generación de riqueza y, por el otro, que la ciudadanía plena solamente se ejerce a través de la cobertura de ciertas necesidades sociales, como observa el sociólogo T.H. Marshall. Entonces, el individuo posee el derecho de acceder a ciertos servicios indispensables para su participación activa en la sociedad, comprometiéndose el Estado a garantizar este derecho ya sea mediante la provisión por sí mismo o la facilitación de esta provisión a través del mercado. Cabe recalcar, entonces, que el Estado de bienestar, en el contexto boliviano, no tiene por qué ser antagónico al Estado plurinacional, especialmente en relación a sus logros de participación social y política, sino que puede convertirse en un complemento, por una parte, adecuante a la economía global y, por la otra, universalizante de las políticas sociales, quitando así la discrecionalidad partidaria que caracteriza al modelo clientelista actual.
Ahora bien, ¿por qué convertir a Bolivia en un Estado de bienestar es una la salida plausible a la crisis económica que se avecina? La respuesta está en las causas del problema. El Estado boliviano tiene un problema en su balanza de pagos. En resumen, viene aproximadamente una década gastando más de lo que ingresa, lo que hace que el modelo económico actual sea insostenible en el tiempo. Para que esta bomba no explote, es decir, hasta que el déficit público se vuelva intolerable y ocurra una catástrofe macroeconómica como en los tiempos de la UDP, hay que recortar gastos y maximizar ingresos; algo que solamente se consigue reduciendo subsidios, empleados y empresas públicas ineficientes, fomentando las exportaciones y abriéndose al capital privado, lo que no es más que adaptarse a la economía de mercado global.
Hasta aquí, entonces, tenemos dos argumentos esenciales:
- El Estado de bienestar combina la economía de mercado con la protección social.
- Para el gobierno, el problema de adaptar el Estado boliviano a la economía de mercado global reside en el impacto social y político que pueda causar debido a la falta de protección social.
Soluciones más baratas y moralmente superiores: Ingreso Mínimo contra la Pobreza e Impuesto Negativo sobre la Renta
Si el gobierno redujera el gasto público de un día para el otro, despidiendo empleados, cerrando empresas públicas y eliminando los subsidios a los carburantes, si bien se salvaría al Estado de una crisis macroeconómica, los niveles de pobreza y precariedad se dispararían a corto plazo. Esto se debería principalmente a un aumento considerable de la tasa de desempleo y a un incremento estrepitoso en el precio de la energía y, por ende, el de prácticamente todos los productos del mercado, reduciendo así la capacidad adquisitiva de muchas familias que ya viven al límite. Los Estados de bienestar atenúan estos efectos sociales generalmente a través de un seguro de desempleo, que puede ser manejado en distintas modalidades, dependiendo del nivel estatismo o privatización del sistema. Sin embargo, un seguro de desempleo sería irreal en un Estado con 80 por ciento de informalidad, además de que la carga burocrática de estos sistemas no reduce precisamente los costos del aparato estatal, lo que debería ser el objetivo en esta coyuntura. Por tanto, un sistema más simple y universal podría mitigar las consecuencias del urgente ajuste estructural, contribuyendo a un sinceramiento económico más llevadero política y socialmente, al tiempo de reducir el gasto público.
A diferencia de los modelos conservadores o socialdemócratas, que el Estado boliviano no podría costearse por más voluntad que existiera, los Estados de bienestar liberales tienen un gasto público relativamente pequeño pero bastante focalizado, un sector privado muy competitivo y, al mismo tiempo, una red de seguridad social sólida y eficiente que protege de la pobreza a toda la ciudadanía. La protección social que garantizan tiene, además, la ventaja de mejorar los ingresos del Estado y aumentar la competitividad del sector privado, sentando las bases del crecimiento económico a largo plazo. Si el Estado boliviano se adaptara a la economía de mercado global, con todos los dolores y placeres que eso conlleva, introducir un ingreso mínimo contra la pobreza constituiría el primer pilar para disminuir sus consecuencias sociales y políticas a corto plazo. Esta medida sería capaz de resguardar la libertad individual en el mercado laboral, puesto que las personas tendrían menos incentivos para aceptar trabajos en condiciones de subempleo y explotación; protegiendo, por consiguiente, tanto a personas en situación de desempleo como a todos los trabajadores. Pero, como alejarse del clientelismo también es un objetivo, se presenta la siguiente opción como combinación y segundo pilar para dinamizar la economía y contribuir simultáneamente a una sociedad más equitativa: el impuesto negativo sobre la renta (INR). Propuesto por el economista Milton Friedman, el INR consiste en una subvención al trabajo para las personas con ingresos bajos, que aumente progresivamente en la medida que los ingresos se incrementen, hasta un punto donde se alcanza un límite. De esta manera, las personas con ingresos bajos recibirían un ingreso a través del Estado que complemente su salario, en lugar de pagar un impuesto a la renta. A medida que sus ingresos aumenten, el pago del Estado se reduciría gradualmente, pues el objetivo del INR no sólo es proporcionar una red de seguridad social para los trabajadores con bajos ingresos, sino además incentivar el trabajo y la productividad.
Para nuestro contexto de informalidad, una subvención al individuo en función de su trabajo, en vez una subvención a bienes o servicios como los carburantes, sería más barata y pertinente. Si bien la primera hace que la canasta familiar sea más barata y que las personas de ingresos bajos puedan costearla, paralelamente subvenciona los paseos de personas de renta alta o, peor aun, a contrabandistas o narcotraficantes; un gasto terriblemente ineficiente que los contribuyentes no tienen razón moral de financiar. Por el contrario, una subvención individual a quienes en verdad lo necesitan reduce ese gasto ineficiente e irracional, sustituyéndolo por uno que cumple el mismo objetivo de forma más efectiva y económica. Además, al estar sujeto al trabajo, el INR no incentivaría la vagancia, sino más bien –al tiempo de promover una cultura de trabajo y productividad– motivaría a la ciudadanía a formalizarse para acceder al beneficio social. Gracias a los incentivos que crea, el INR sentaría las bases para el crecimiento económico y el aumento de los ingresos fiscales del Estado, lo que se traduciría en mejor salud, educación e infraestructuras para toda la ciudadanía.
En síntesis, los costos políticos y sociales del sinceramiento de la economía nacional podrían ser paliados, de forma exitosa, si Bolivia decidiera dar el salto cualitativo del Estado clientelista del Socialismo del Siglo XXI al Estado de bienestar liberal. Más allá de la contribución de sus dos pilares, el ingreso mínimo contra la pobreza y el impuesto negativo sobre la renta, tanto para la estabilidad social y política como para proteger la libertad individual en el mercado laboral, esta alternativa de subvención al individuo es moralmente superior al régimen actual de subvención de bienes y servicios. Asimismo, convertir a Bolivia en un Estado de bienestar liberal es una forma plausible de generar un círculo económico virtuoso de formalización, trabajo y productividad –más barato y eficiente que el sistema clientelista actual–, al mismo tiempo de no dejar a ningún miembro de la sociedad desamparado ante posibles contratiempos económicos.