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La constatación de la aceleración del cambio climático viene despertando una consciencia global sobre la urgencia de abordar efectivamente la degradación ambiental. Sobre la COP28, celebrada estos días en Dubái, es común encontrar voces disidentes que apelen particularmente a los costes de la transición energética en materia de bienestar. Y aunque sí hay mucho qué criticar respecto al desfase entre acuerdo y aplicación, concentrar el escepticismo en los costes no es sino miope frente a la ética de la protección ambiental.
Nadie dijo que sería fácil, rápido ni barato. Transformar la matriz energética de la sociedad moderna requiere un esfuerzo individual y colectivo nunca antes visto. Luego de más de dos siglos incrementando nuestro bienestar a costa de la naturaleza, la ciencia apunta a la necesidad de una cooperación global para preservarnos, como humanidad, en el largo plazo. En el corto plazo, sin embargo, se trata de minimizar el dolor que ya está causando el aumento sistemático de catástrofes ambientales, principalmente a aquellos que menos se han beneficiado de la industrialización. Ante tal evidencia empírica, y aunque haya quien guste de negar los datos científicos, la lucha contra el cambio climático no es únicamente una cuestión de conveniencia sujeta a costes —pese a la importancia de estos últimos—, sino un imperativo ético.
La ética ambiental reconoce, en su dimensión espacial, que la naturaleza no es simplemente un recurso para satisfacer nuestras necesidades, sino un sistema complejo e interconectado del cual depende nuestra supervivencia y la de los demás seres vivos. Sí, pese a que el narcisismo terrenal nos deleite inflando nuestro ego como especie, no estamos solos ni somos esenciales para la continuación de la vida en el planeta. Ya en la dimensión temporal, la ética nos permite considerar que millones de seres vivos, incluidos seres humanos, pasaron y seguirán pasando ocasionalmente por este mundo. Sus cortas vidas, al igual que las
nuestras, tienen valor en sí mismas, lo que les concede exactamente los mismos derechos que gozamos, y cuya importancia nos encanta destacar por considerarnos hijos del humanismo pos Ilustración. La justicia climática es, entonces, justicia intergeneracional.
Este enfoque ético nos insta a contemplar no sólo las implicaciones inmediatas de nuestras acciones, sino también sus consecuencias para las generaciones venideras y nuestros diversos cohabitantes del planeta. En este marco, aun si los costes pudieran disminuir temporal y parcialmente nuestro bienestar actual, tenemos la responsabilidad ética de poner la lucha contra el cambio climático entre nuestras prioridades. Enfocarse en este cometido será más difícil para algunas sociedades que para otras. No obstante, examinando la relación entre los niveles de responsabilidad y afectación por el acelerado calentamiento global, las sociedades industrializadas tienen el deber moral de apoyar este proceso. Es decir, todos tenemos la obligación de hacer algo individual y colectivamente, pero quienes más se han beneficiado de la degradación ambiental, por una cuestión de justicia, deben hacer más.
No importa cómo lo hagamos. Si mediante empresas, filántropos o programas de voluntariado. La lucha contra el cambio climático no es ni debería ser monopolio del Estado. Es una responsabilidad colectiva que trasciende toda institucionalidad y debería penetrar la sociedad civil hasta instalarse en las consideraciones morales de los individuos. Aceptar que todas nuestras acciones individuales generan un impacto ambiental nos obliga a reflexionar acerca de las elecciones que hacemos en nuestro día a día. Desde la gestión de residuos hasta el consumo de energía, cada decisión individual suma. En este sentido, adoptar un estilo de vida sostenible no es sino una expresión directa de nuestra ética ambiental. De ahí que crear consciencia e insistir en el debate público sean esenciales para lograr los objetivos climáticos.
No obstante, si al menos los Estados democráticos son capaces de aplicar transformaciones internas que aborden juiciosamente el problema, creando los incentivos correctos y desviando la inversión pública de tecnologías altamente contaminantes, el proceso de descarbonización se acelerará. Mejor todavía, si los Estados tienen la habilidad de cooperar entre sí en torno a este interés común. Y es que, aunque no son los únicos actores importantes en la transición energética, son esenciales para lograrla. Pues más allá de estatismos o liberalismos, el Estado nación es la organización social principal en el globo terráqueo; es el que, estableciendo reglas, define lo que para una sociedad es realizable o no. En el mundo actual, es el Estado el que hace o debería hacer cumplir la ley, incluidas las normas ambientales.
Aunque está claro que, si aspiramos a vivir en sociedades libres, las prohibiciones estatales son contraproducentes, hay situaciones que las requieren para conservar las libertades individuales. Empero, hay también situaciones en que las prohibiciones van demasiado lejos y, en el peor de los casos, terminan creando un mercado negro que logra todo lo contrario al objetivo inicial. Conscientes de la urgencia climática, nos conviene encontrar mecanismos en el marco de una ética utilitarista que nos permita, por un lado, tomar acciones efectivas en materia de política climática y, por el otro, preserve al máximo las libertades individuales.
Para examinar qué podría encajar en este utilitarismo, partamos por el argumento economicista que tiende a descartar la política climática, al menos parcialmente, debido a sus altos costes. ¿Es ético que los gobiernos subsidien los combustibles fósiles con siete billones de dólares americanos por año? Sin contar las 1,2 millones de muertes anuales atribuidas a la polución proveniente de combustibles fósiles. Creer que el crecimiento económico generado por el consumo de servicios médicos debido a enfermedades relacionadas a la contaminación es positivo, no sólo ignora que el fin de la economía debería ser la creación de bienestar —de la forma en que cada individuo lo entienda—, sino que es antiético (por no decir cruel). Hay, entonces, harto por donde empezar. Y lo mejor de todo: nos ahorraría mucho.
Analicemos ahora la propuesta de un estatismo recalcitrante como solución. Debido a su habitual ineficiencia en el manejo de los recursos públicos, así como a su efecto de desplazamiento de capitales privados (también conocido como crowding out), si la meta es aunar todos los esfuerzos posibles contra el cambio climático, entonces éste no es el camino adecuado en un mundo capitalista y globalizado. ¿Qué hay de las subvenciones? También causan crowding out, al tiempo de destruir los incentivos para innovar y aumentar la productividad. Pueden servir como un empujón, pero a largo plazo más bien destruyen toda posibilidad de acercarse al ideal. El estatismo, por tanto, no sirve de mucho para cumplir — siquiera de forma utilitaria— con la ética de la protección ambiental. Eso sin llegar a tocar su desestimación de las libertades individuales.
Ahora bien, los incentivos fiscales para inversiones y actividades sostenibles suelen tener un mejor efecto, aunque no todo incentivo es realmente eficiente. Por ejemplo, no es lo mismo una reducción impositiva a la utilización del transporte público que a la producción de bolsas biodegradables en cinco años. Mientras la primera hace que los usuarios migren del transporte privado a uno más sostenible, la segunda —aunque suena muy bien a corto plazo— puede ocasionar que se genere un conformismo que espante la innovación tecnológica, evitando que surja, por ejemplo, una bolsa biodegradable en un par de meses.
Además de poder causar la misma complacencia empresarial que las subvenciones, los incentivos fiscales tienden a complicar el sistema tributario y aumentar la carga burocrática: un gasto extra de recursos que bien podrían destinarse a conseguir la neutralidad climática. En otras palabras, los incentivos fiscales pueden ser muy útiles, aunque la clave está en el análisis de costo-beneficio al que deben someterse, como toda política pública.
Ya que mencionamos la innovación tecnológica, cabe resaltar su importancia en la transición verde. De hecho, los mejores resultados pueden verse donde el Estado incentivó la investigación por parte de sus mentes más brillantes. Incentivos fiscales a proyectos privados o fomentos al desarrollo tecnológico en las universidades son opciones utilitaristas y más eficientes que incentivos relacionados al consumo mismo. Si bien el apoyo financiero puede ser utilizado de forma discrecional por los gobernantes, dicha discrecionalidad puede disminuirse mediante normas claras y específicas, además de mecanismos de transparencia efectivos. Por ende, su uso demanda mucha cautela y constante recelo.
Este aspecto está también estrechamente relacionado con la educación. En los países más avanzados en materia de responsabilidad individual sobre el consumo y el manejo de desechos, la educación ambiental hace parte de la formación cívica y de valores, transmitida tanto mediante el sistema educativo público como mediante campañas de concientización. Estas últimas no necesitan ser hechas exclusivamente por el Estado. Funciona mejor generar incentivos para que que los privados las asuman y así se genere un cambio desde abajo. Una campaña desde la sociedad civil o al interior del espacio laboral es siempre más efectiva que una propaganda estatal.
Tales medidas pueden acompañarse de etiquetas que certifiquen el impacto ecológico de los productos en el mercado, a modo de contribuir a una toma de decisiones más consciente por parte de los consumidores. Corre el riesgo de aumentar la burocracia, pero puede contenerse con procesos simples y digitalizados. Asimismo, la promoción de infraestructuras y espacios públicos que fomenten actividades sostenibles, tal como ciclovías, áreas verdes, plantas de reciclaje de residuos, un buen sistema de transporte público, etc., es particularmente efectiva.
La política climática no debe abordarse desde una óptica economicista. Pese a que la transición energética también puede ahorrarnos recursos, la ética de la protección ambiental es al menos tan relevante. Desde lo individual y colectivo, la sociedad civil y el Estado, podemos generar cambios positivos para enfrentar este gran desafío de la humanidad. Y mejor aun: desde una ética utilitarista, podemos encontrar formas pragmáticas de alcanzar la justicia climática sin menoscabar nuestras libertades individuales.