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El término griego eudemonía (eu= bien, y daimon= espíritu), según la Real Academia Española, la define como como “el estado de satisfacción debido generalmente a la situación de uno mismo en la vida”.
En la obra Ética a Nicómaco, Aristóteles, empleó dicho término traduciéndola como felicidad. Para él, las personas le atribuyen diferentes significados, que pueden ir desde acumular riqueza hasta gozar de una buena salud o validar a otras personas.
El filósofo aclaraba que la gente promedio se mueve usualmente por riqueza, placeres y/o reconocimiento, pero en ninguna de ellas, se encuentra en realidad la felicidad porque aquel que tiene obsesión por tener y acumular, nunca tiene abasto, siempre buscará más (con ansiedad), en ningún momento estará efectivamente satisfecho y agradecido (eso conlleva a la codicia y la avaricia, no encontrando jamás paz interior ni felicidad por ello, ya que nada finalmente le es suficiente, nunca se llena, aunque busque pretextos y/o excusas para alimentar su codicia, incluso bajo supuestas nociones de bondad o de seguridad, ciertamente, a la postre, es su propio egoísmo encubierto – para yo y los míos-), tendiendo a tergiversar la realidad para justificarse.
Por otro lado, el de los placeres sin límites, éstos pueden llevar al desenfreno que causará grandes males; y, en cuanto al reconocimiento o búsqueda ansiosa de prestigio, resulta que esta motivación puede impulsar al ser humano hacia la mentira, el engaño y la corrupción, con tal de aparentar algo para lograr (como sea) dicho reconocimiento o distinción, por lo tanto, todo será una farsa y una falsa felicidad.
Esta situación, puede conllevar a una severa pérdida de sentido común a nivel de necedad, por ejemplo, creer que por el solo hecho de consumir alguna bebida alcohólica de alto precio implicará que aquel vicioso es una persona de mucho prestigio.
Es decir, aquella falsa creencia de que, por tener, usar, consumir algo material o por el simple hecho de habitar en algún determinado lugar, automáticamente, implicará reputación, prestigio, élite, ser mejor persona, exitoso, selecto, próspero, refinado, notable, decente y/o bienquisto, construyéndose falsas imágenes de sí mismos; y, si los otros se las creen, con mayor razón, sienten que de verdad son eso que se han inventado.
El gran problema de la mentira es que es progresiva, desencadenando a una falsa realidad. De allí que la gente farsante (aquella que finge lo que no es o no siente; el embustero, el mentiroso o fingidor, que tiene más intereses que amistades), son propensos a un dilema, que consiste en confesar la verdad o seguir mintiendo para justificar las primeras mentiras.
A estas personas, en su infancia nadie les enseñó a amarse a sí mismos, viven tratando de hacer válido lo que finge. Delante de otras personas, miente; y, en soledad se miente a sí mismo, convencidos de que esos adornos adoptados son su verdadera médula, por eso, suelen ser altaneros, sarcásticos y engreídos, viven desconfiando y están a la defensiva. Son expertos en la confabulación, porque para hacernos tragar una gran mentira, nos rodean de cien pequeñas verdades y con astucia, nos anticipa en parte las sospechas de los oyentes o los espectadores, dando por anticipado respuestas a las preguntas que sin duda les serán hechas. Es así que su vida cotidiana es como la de un actor en una permanente obra de teatro.
El corrupto embaucador constantemente buscará justificarse con palabras rimbombantes, debido a que es muy tirado a colocar etiquetas a todo, mediante frases, para conseguir un excesivo realce a las cosas consolidando de esa manera su engaño, por ejemplo, afirmar muy seriamente que, tal obra o tal cosa, marca o marcó: “un antes y un después” como algo extraordinario, cuando la realidad objetiva es que todos los días es un antes y un después, no hay nada fuera de lo común en ello. Lo mismo ocurre con palabras como “insuperable”, cuando obviamente no hay nada en nuestra vida que no pueda ser superado, inclusive sea cual sea el problema, siempre habrá una solución, pero es con paciencia, persistencia y templanza.
Con todo ello, la felicidad no está centrada en nuestras posesiones, condiciones, apariencias, experiencias, emociones, o situaciones de la vida, sino en nuestra propia voluntad (ser feliz es una decisión, es una determinación que decidimos tenerla, la cual se vive y se refleja e irradia en actitud y, quien decida tenerla, puede contagiarse de ella -si así lo desea-. Y para preservarla es menester el dominio propio; o, por el contrario, decide estancarse en su propio tormento plagado de prejuicios, rencores, envidia, toxicidad, pesimismo y negativismo).
Es por ello que el fanatismo, el dogmatismo y el radicalismo son pésimos consejeros, por ende, no debemos irnos hacia los extremos, ya que se pierde sentido común, sucumbiéndose en la peligrosa y arrogante ignorancia, siendo totalmente deprimente que prefiramos una mentira agradable a una dolorosa verdad, máxime si el cerebro suele funcionar eligiendo entre dos males siempre el menor, y eso es tan solo autoengañarnos porque en nada elude que sus resultados serán calamitosos.
Si una sociedad no rechaza, no repudia ni responsabiliza la conducta del corrupto y del engañoso sinvergüenza, contaminándose ella misma de corrupción generalizada y desvergonzada, al final se condena a sí misma por convalidar tales comportamientos, instaurándose mafias que la gobernará con total autoritarismo y crueldad.
Como vemos, la importancia de ser una sociedad “educada”, “saludable” y “confiada” (la base de la confianza es la integridad y la honestidad) radica justamente en favor de su propio bienestar; caso contrario, será una sociedad hipócrita y manipulada por el miedo, por la distracción, el pesimismo y la desesperación, viviendo asustada, desmoralizada y con exceso de control; y, por consecuencia, será víctima de aquel autoritarismo disfrazado de democrático (sustentándose éste con la mentira de creer que se es democrático, única y exclusivamente, por el voto – el sufragio-, bajo el pretexto o la etiqueta de “legitimidad” o de “legitimo”, y creer que la palabra “democrático”, aplaca o exonera, todo el abuso de poder, encumbrándose cada vez más ególatras “dictamócratas” en el mundo), cuyas regencias atentarán contra la vida, integridad física, libertades y propiedad privada de las personas.
De allí que, si deseamos conservar nuestro bienestar, lo que más debiera preocuparnos, no es lo que digan o hagan los corruptos farsantes sino lo que la sociedad convalida.
El florecimiento humano en su forma más noble y completa, en ese su estado de satisfacción en sí mismo en esta vida (eudemonía), se conserva en la medida de que todos y cada uno de nosotros no convalidemos el comportamiento corrupto, tramposo y delincuencial; y, por el contrario, repudiemos públicamente tales conductas, exijamos autentica transparencia, rendición de cuentas y dejemos de tomar decisiones y elecciones en base al fanatismo y la manipulación, evitando ser convertidos en marionetas de las emociones, a burla y risa del hampón titiritero.