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Los premios del cine iberoamericano más importantes se entregan en una secuencia donde suelen sobresalir los mismos filmes. Si bien el Goya equivale en España al Oscar de Estados Unidos o al César de Francia, su importancia está relativizada por la emergencia gradual de los premios José María Forqué y de los Platino, que en años recientes han logrado acaparar mayor público y atención en la medida en que incluyen a América Latina y se entregan en ceremonias vistosas en países diferentes (este año en México).
Como jurado de los Forqué y también de los Platino he podido apreciar la riqueza de más de 300 películas de América Latina y de España que se presentan cada año y que pasan por filtros de preselección, selección y nominación que van reduciendo la lista a una veintena de obras más representativas, distribuidas en una decena de categorías, y luego a cuatro o cinco nominadas. Influye cuando son coproducciones ambiciosas, su éxito comercial, o el respaldo de “grandes” de la industria (Almodóvar, Javier Bardem o Ricardo Darín, entre otros), pero en general podemos decir que las que llegan hasta el final son buenas, aunque no siempre es la “mejor” la que gana el premio mayor (esto es también subjetivo).
El 20 de abril se conoció a los ganadores de los Premios Platino. Pude ver antes todas de las obras finalistas, que también habían obtenido galardones en los premios José María Forqué. Las españolas La sociedad de la nieve y Cerrar los ojos, así como Los delincuentes (Argentina, Brasil, Chile) y Tótem (México), aspiraban al Platino a la mejor película. Al final ganó la primera, así como el premio a la Mejor Dirección para J.A. Bayona (La sociedad de la nieve), aunque también estaban en la lista final Lila Avilés (Tótem), Isabel Coixet (Un amor) y el chileno Pablo Larraín (El conde). En las demás categorías aparecen varias veces esos mismos títulos, ya sea por la calidad de sus actores y actrices, la fotografía, el guion, la música, etc., pero también otras obras como: Puan (Argentina, Brasil), Los colonos (Argentina, Chile), 20.000 especies de abejas (España), La pecera (Puerto Rico, España), La memoria infinita (Chile), entre otras.
Por razones de espacio abordaré solamente unas pocas obras que me han interesado, independientemente de que hayan sido o no premiadas.
Empiezo con La memoria infinita (Chile) de Maite Alberdi, por una razón afectiva: este documental (que obtuvo el premio mayor en su categoría) muestra al cineasta y periodista de televisión Augusto Góngora, a quien conocí y admiré porque durante la dictadura de Pinochet decidió quedarse en Chile para dirigir Teleanálisis a principios de la década de 1980, reportajes en video que se distribuían clandestinamente, como elementos de contrainformación. Lo conocí cuando llegó a Cochabamba en 1989 y mantuvimos contacto durante algún tiempo. La película de Alberdi casi no aborda la vida profesional de Augusto, sino sus años finales, víctima de Alzheimer, acompañado por el amor infinito de su compañera Paulina Urrutia, a quien ya ni siquiera reconoce. Al comenzar el filme tuve una reacción de rechazo. Me pareció impúdico mostrar en esas condiciones dolorosas a quien conocí como un cineasta activo y combativo, dotado de un profundo compromiso político con su país. Sin embargo, no pude despegarme del documental y acabé convencido de que es una obra respetuosa de su vida y de su memoria, la memoria que perdió. Alberdi ha encarnado la mirada de Paulina Urrutia, sin invadir ese espacio de intimidad. De hecho, mucho de lo filmado con una pequeña cámara, es por la propia Urrutia. Augusto murió poco después, feliz en un mundo borrado, y esto es lo que quedará de él para muchos que no lo conocieron.
La gran ganadora de los Platino fue La sociedad de la nieve, que se llevó los dos premios principales: mejor película y mejor dirección, además de mejor fotografía, montaje, interpretación masculina y dirección de sonido. Me acerqué con desconfianza a esta nueva versión del accidente, en 1972, de un equipo uruguayo de rugby que se dirigía a Chile cuando el avión se desplomó en un lugar remoto de Los Andes. Sin embargo, el tema de por sí escabroso de la antropofagia (sin lo cual el hecho real no hubiera trascendido tanto), está tratado con mucho tino y dignidad, y el filme hace hincapié en otros aspectos: la organización social solidaria que permite la sobrevivencia. Aunque visualmente parece una obra sencilla y depurada (todo sucede dentro o alrededor del avión accidentado), hubo detrás de la cámara una enorme producción, como se puede apreciar en los largos créditos.
Las otras tres obras nominadas para Mejor Película ayudaron a que La sociedad de la nieve se llevara el palmarés, pues no estaban a su altura. Cerrar los ojos de Víctor Erice es un suspenso psicológico enigmático que tiene que ver con la memoria y la fuga de la realidad, una búsqueda de futuro a través de imágenes del pasado, con frecuentes homenajes al cine, es más, el cine es el centro gravitacional del argumento. Tuve que regresar a mis notas sobre la mexicana Tótem, de Lila Avilés, para recordar la primera impresión que tuve al verla. Es una película intimista sobre una familia mexicana (con muchas mujeres, personajes formidables) que atraviesa una etapa de dolor por la enfermedad terminal de uno de sus miembros, todo ello visto a través de los ojos de una niña de siete años, Sol, excelentemente interpretada por Naíma Sentíes. Filmada en estilo documental, un poco a la manera del extinto Dogma, es un buen drama sicológico con una raíz cultural mexicana profunda. De Los delincuentes, de Rodrigo Moreno (Argentina, pero en coproducción con Brasil y Chile), sólo puedo decir que no entiendo cómo llegó a quedar entre las cuatro nominadas, ya que se alarga innecesariamente sobre tres horas para narrar el robo de un banco, sin nada que destaque, y terminar en un final improbable.
En la categoría de Mejor Dirección me pareció que El conde, de Pablo Larraín merecía mejor suerte. Esta sátira poco convencional en blanco y negro que asocia abiertamente al dictador Pinochet con el vampiro “Pinoche” que nace en la Revolución Francesa, obtuvo el premio a la Mejor Dirección de Arte, nada más. El conde sale en busca de corazones frescos en las noches, sobrevolando Santiago, y sus hijos buscan los títulos de propiedad y las cuentas bancarias escondidas. Es una obra divertida y cáustica, pues con nombres y apellidos nos recuerda (a veces de manera demasiado didáctica en los diálogos) que Pinochet no sólo fue un dictador sino un tremendo ladrón de bienes del Estado. Todo ello narrado nada menos que por su amiga (y madre, en el guion) Margaret Tatcher.
Un amor, de Isabel Coixet, es un melodrama bastante crudo sobre el infierno en que puede convertirse un pequeño pueblo (La Escapa, no por nada), idealizado por el personaje femenino principal (premio a la Mejor Interpretación para Laia Costa), que decide retirarse allí para huir de la ciudad y de la memoria del genocidio en un país africano. Uno podía esperar más de esta obra que recuerda a As bestas de Rodrigo Sorogoyen, pero concluye, luego de varias decepciones y acosos de seres humanos, con que el amor verdadero del personaje central, es un maltratado perro hermafrodita cuya triste mirada parece curar todos sus males.
La película 20.000 especies de abejas (2023), de Estibaliz Urresola se llevó cuatro merecidos premios. Basada en un caso real, es una obra narrada desde el punto de vista de un niño de ocho años, Aitor-Lucía (maravillosamente interpretado por Sofía Otero), que se cuestiona su identidad de género. La enorme complejidad del drama familiar y de la infancia trans se narra con absoluta maestría (algo notable para una ópera prima), equilibrio y sensibilidad, lejos de cualquier discurso político coyuntural.