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Sin querer queriendo, Juan Carlos “Gato” Salazar calzó las botas de reportero de guerra a lo largo de su fructífera carrera de más de medio siglo como corresponsal nacional e internacional.
Una foto histórica (que está en otro libro suyo), donde aparece con el rostro imberbe de adolescente, lo sitúa como corresponsal de la Agencia de Noticias Fides en Camiri, durante la guerrilla del Che Guevara, en 1967, y a partir de allí las circunstancias quisieron que se convirtiera en cronista (y víctima) de la violencia desatada en Bolivia, Chile y Argentina durante las dictaduras de Banzer, Pinochet y Videla, y años después desde su puesto en la Agencia Alemana de Noticias (DPA) en México, cubriera las guerrillas y acuerdos de paz en Centroamérica, la eclosión de la insurrección zapatista, el “periodo especial” en Cuba o la “tercera guerra mundial” del terrorismo y de la informática desde la DPA en Madrid.
Toda una vida de periodismo serio, documentado, impecable y apasionante que el “Gato” ha plasmado en su libro A la guerra en taxi. Crónicas desarmadas (2023), donde reúne una selección de las notas de corresponsalía que hizo en su vida y que quizás se hubieran perdido si no era porque su padre tuvo el cuidado de guardar los recortes que se publicaban en diarios y revistas de toda la región y del mundo.
Los papeles dispersos se los lleva el viento. Reciclar lo que uno ha publicado a lo largo de décadas de trayectoria es una buena idea a condición de organizar el material y convertirlo en un cuerpo que respira nueva vida porque reactiva las sinapsis que el tiempo había debilitado. Este libro no es la suma de viejos artículos, sino un ensayo bien estructurado con un estilo narrativo consistente. La crónica es un género que el autor cultiva con talento. No es casual el subtítulo “Crónicas desarmadas”, porque los cronistas de entonces ejercían su oficio armados de una libreta de apuntes o una máquina de escribir portátil.
Hay guerras de todo tipo, además de las convencionales: guerra de guerrillas, insurrecciones, golpes militares, guerras “sucias” y desastres naturales que obligan al periodista a calzar las botas y llegar (aunque sea en taxi), al frente de los hechos para dar testimonio de ellos.
Para quien haya transitado por los países que menciona el autor, y más aún en los tiempos en que se sitúan las crónicas, este libro es una suerte de exorcismo para la memoria. Lo ha sido para mí en cada página referida a Guatemala, Cuba, Haití, Nicaragua, México y por supuesto Bolivia. El relato pormenorizado de su relación estrecha en el exilio en Buenos Aires con el expresidente Juan José Torres es un ejemplo de los personajes con los que tuvo el privilegio de caminar un trecho de vida.
La sección referida al “periodo especial” en Cuba es reveladora de la deriva autoritaria y del fracaso económico del socialismo caribeño, pero a diferencia de otros textos tan viscerales como superficiales, los de este libro son agudas crónicas bien informadas y documentadas porque su eje es la vivencia personal: no se puede escribir sobre Cuba sin haber estado allí. Los textos escritos con sobriedad (y cierta tristeza entre líneas) se distinguen de aquellos que parecen alegrarse de que a los cubanos les vaya mal: aquí se subraya la dignidad y la resiliencia de un pueblo engañado (como tantos otros en nuestra región).
No son menos intensos los relatos “en caliente” de la breve y estridente insurrección zapatista en Chiapas, aterrizados en la vida cotidiana de las comunidades indígenas atrapadas entre dos fuegos, indiferentes y confundidas frente al sancocho ideológico-poético del subcomandante Marcos, que logró su objetivo de fascinar a intelectuales del mundo, deseosos de asistir a la emergencia de un horizonte diferente a todos los hasta entonces conocidos.
Una suerte de epílogo, “Las guerras no son lo que eran”, constata que el periodismo tampoco es lo que era. El ataque a las torres gemelas en Nueva York en 2001 o las bombas del 11 de marzo de 2004 en Madrid inauguran la irrupción de la transmisión en vivo de la historia y la emergencia de las redes virtuales “sin pasar por los medios tradicionales”. Un campo abierto y desafiante para los nuevos periodistas que tienen que competir con charlatanes de toda especie que proliferan en plataformas virtuales como pastores evangélicos.
Los periodistas de la era TIC no tienen ni idea de lo que era ser corresponsal de guerra en las últimas décadas del siglo pasado. Ahora, ni con toda la tecnología a su favor, pueden ejercer su oficio con la dignidad y la elegancia que lo hacía la generación que los precedió, por ello quizás dejan el espacio libre a la nueva ola de charlatanes digitales, “influencers” y tiktokeros cuyo ombligo es más prominente que los hechos que narran. Salazar del Barrio se toma el trabajo de explicar con “chuis” a las nuevas generaciones lo que era manejar un teletipo o enviar una “pepa” en clave para tener la primicia.
Este formidable narrador sabe tejer tiempos, personajes y hechos sin desviarse del relato, pero haciéndolo intenso e interesante. No solo es un testigo de la historia, sino que enriquece cada descripción con datos duros y verificables, con referencias precisas y abundando en el contexto que ayuda a situar los hechos, sus causas y sus consecuencias. Es decir, un periodismo de alto rigor profesional que combina equilibradamente una aguda percepción histórica y social, con datos objetivos y entrevistas privilegiadas con protagonistas de los hechos.
A veces describe episodios de la historia en los que no estuvo presente, pero lo hace con la maestría de un cronista que revive cada momento y se apropia de los hechos en sus mínimos detalles. Aunque desaparezca el relato en primera persona, la investigación y el conocimiento profundo compensa la ausencia de la voz testimonial.