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Voy a recordar con enorme afecto algunos rasgos de la personalidad de Eduardo Quintanilla Ybarnegaray, fallecido el jueves 9 de mayo . Por una parte, su fino humor, esa media sonrisa Mona Lisa con la que podía decir al mismo tiempo galanterías o expresar carajazos, que en su boca nunca sonaban fuera de lugar, por mucho que se esforzaba en ser vehemente con las palabras altisonantes. Quizás recordaba los versos del Arcipreste de Hita (Libro del buen amor): “Non ha mala palabra, si non es a mal tenida; verás que bien es dicha, si bien fuese entendida”.
Su sonrisa en sorna no significaba una burla de nadie sino una manera de mostrar por igual su simpatía y adelantar la tenue ironía de su próxima frase en una conversación, porque era un conversador formidable y agradable, tanto por su manera de expresarse como por su vasta cultura. La última vez que estuvimos, en casa del Negrito, su hijo, me dijo que estaba emputado con su sordera ya que, si había más de dos personas a su alrededor, ya no podía conversar porque todas las voces se trenzaban en un caudal confuso de palabras.
Alguien tan inquieto por la literatura y por el arte no podía sino quedar muy afectado cuando la vista comenzó a fallarle irreversiblemente. Los audiolibros y las palabras dulces de Isabel al leer para él textos que le interesaban, no podían reemplazar el placer de sostener un libro en las manos y descifrar esos curiosos signos de orígenes tan remotos como diversos, que forman palabras, oraciones y libros, que engolosinan el paladar y refrescan las ideas.
Conservaré de él la imagen de su prestancia, de su porte, de su elegancia y de su lenguaje corporal. Era un seductor y al mismo tiempo un “caballero”, pues aunque esa palabra pueda sonar incongruente en los tiempos que vivimos ahora en Bolivia, la caballerosidad existe todavía, aunque no abunda.
Tuve el privilegio de disfrutar de su amistad desde tiempos anteriores a mi propia memoria porque primero Quintacho fue amigo de mi padre y testigo de escenas recónditas que conmovieron a mi familia hasta los cimientos. Nuestra amistad se reforzó también con la amistad que él tuvo con mis primos hermanos Baptista y Gumucio: Fernando, Mago, Miriam, Bernardo, Robico, Maquena y Patricia, y otros fueron amigos de Quintacho.
Desde California, apesadumbrado por su partida, mi tío Fernando Gumucio Cortés me cuenta que muy jóvenes tenían en Cochabamba un grupo de amigotes que se autodenominaba “Los S.N.”, es decir, los “sin nombre”, cinco o seis amigos entre los que estaba Quintacho (de los cuales quedan apenas tres), y una mujer, Eliana Ponce.
Siempre solidario con los amigos, no creo que uno solo haya dejado de serlo en tantos años de amistad, a pesar de las distancias geográficas. ¿Acaso se podía uno enojar con el Quintacho? Amiguero y “canchero” en cualquier grupo donde estaba, era también cómplice de sus hijos y modelo de integridad para ellos. De la manera más natural he tenido el privilegio de heredar tempranamente la amistad con ellos, el Negrito y la Quintacha, ambos colegas míos en aventuras relacionadas con los derechos humanos y con el cine boliviano.
Eduardo Quintanilla también pasó por la función pública. En septiembre de 1969, fue invitado como ministro Secretario de la Presidencia durante el gobierno del general Alfredo Ovando Candia, junto a profesionales de categoría y alto nivel intelectual (no como ahora), como José Ortiz Mercado (Planificación), Oscar Bonifaz (Minería), Alberto Bailey Gutiérrez, Carlos Carrasco (Informaciones), Marcelo Quiroga Santa Cruz (Energía e Hidrocarburos), Mariano Baptista Gumucio (Educación), José Luis Roca (Agricultura), Edgar Camacho Omiste (Relaciones Exteriores), entre otros.
De su vida profesional como abogado podrán dar testimonio quienes lo conocieron en ese ámbito, yo me limito a la parte que conozco un poco.
Gran tipo el Quintacho.