Heinrich Himmler: el nefasto arquitecto del Holocausto que traicionó a Hitler
El 23 de mayo de 1945, el jerarca nazi se suicidó mordiendo una pastilla de cianuro que escondía en su boca. Se escapó de Hitler y luego de la justicia de los Aliados.
Escucha la noticia
Por Marcelo Duclos1
La última vez que Adolf Hitler y Heinrich Himmler se verían las caras fue el 20 de abril de 1945 en el búnker, con motivo del cumpleaños del líder de la sangrienta maquinaria Nacional Socialista. La suerte estaba echada para ambos. El Führer, que ya había aceptado su destino, iba a morir diez días después de un disparo en la cabeza. Mientras tanto, su aliado, quien le juró lealtad eterna en el encuentro final, hizo todo lo posible para escaparle a su destino. Sin embargo, solo duró unos días más que su antiguo jefe. Se suicidó luego de haber sido capturado por los británicos, mordiendo una cápsula de cianuro, como otros altos mandos nazis.
Himmler llegó a ser uno de los hombres más poderosos en el engranaje del terror alemán. Fue director en la Oficina Central de Seguridad del Reich, ministro del Interior y, lógicamente, jefe de las S.S. Pero, más allá de los cargos formales, pasará a la historia como el máximo responsable del diseño y funcionamiento de los campos de concentración y exterminio, donde el nazismo mandó al terror a los judíos europeos, homosexuales, gitanos y opositores políticos. Para Hitler era su “leal” Heinrich. No obstante, cuando la derrota estaba a la vuelta de la esquina, Himmler decidió olvidarse de su lealtad para salvar el pellejo.
Alrededor del psicópata y responsable máximo del Tercer Reich, habían muchos convencidos. Hombres como el ministro de Propaganda, Joseph Goebbels, que consideraron que un mundo sin Hitler no merecía ser vivido. Este trastornado, además de quitarse la vida junto a su mujer el día de la caída de Berlín, envenenó a sus seis hijos (cuyos nombres comenzaban todos con “H” en honor a Hitler), para que tampoco ellos tengan la desdicha de sobrevivir al nazismo. Sin embargo, muchos altos funcionarios se subieron al tren de la locura y fueron cómplices del exterminio solamente por conveniencia política y beneficios personales. Heinrich Himmler parecía un fanático como Goebbels, pero luego de darle la mano al Führer en su último año, decidió abrazarse a una remota posibilidad de supervivencia, para evitar morir como un mártir más de la Alemania Nazi.
Hitler había sido muy claro. Les había prohibido a todos sus principales colaboradores que abandonen la capital. Pelearían hasta el último hombre. Aunque el Reischführer asintió, ni bien salió del búnker comenzó su intento de escape. En su cabeza, él era un hombre valioso que los Aliados necesitarían para dos cosas: negociar la paz y poner orden en Alemania, donde él era alguien prominente. Lo cierto es que Himmler sobrevaloró sus acciones. Los futuros vencedores no querían otra cosa que la rendición incondicional y que los responsables del desastre paguen sus cuentas pendientes. No había espacio para otra cosa, al menos en la máxima plana del Nacional Socialismo Obrero Alemán.
Ya decidido a jugar la carta de la traición, el exjefe de las S.S. consiguió una reunión con el conde Folke Bernandotte, titular de la Cruz Roja de Suecia. Sin embargo, el cónclave más insólito que tuvo Himmler en sus últimos días de vida fue con Norbert Masur, representante del Congreso Judío Mundial. Ante él intentó despegarse de la masacre y aseguró que era momento de dejar atrás las tragedias de la guerra. Ante la pregunta obvia del material que se encontró en los primeros campos de concentración liberados por los Aliados, el exjerarca nazi ofreció una respuesta poco convincente: dijo que los hornos eran para cremar a los prisioneros que habían fallecido naturalmente de tifus. Aunque Himmler no convenció a nadie, estas negociaciones consiguieron la liberación de aproximadamente 20000 detenidos en los campos de Alemania.
Empecinado en creer que estaba avanzando en un camino auspicioso para él, Himmler volvió a presentarse ante Bernandotte en el consulado de Lübeck, ya en representación del Tercer Reich. Dijo que estaba dispuesto a rendirse y pidió que informen de esto a las autoridades norteamericanas. En un momento de multiplicidad de doble agentes que jugaban a todas las puntas por la desesperación, la información le llegó a Hitler en el búnker. Desesperado, pero más desilusionado aún, el Führer dijo que se trataba de la traición más grande de la historia, en el marco del grandilocuente delirio megalómano nazi. Lo degradó de todos sus cargos y pidió que lo capturen para fusilarlo de inmediato. En el marco de su ira incontrolable, también mandó a matar al cuñado de Eva Braun, Hermann Fegelein, que oficiaba de enlace con Himmler. Fue una de las últimas órdenes que dio antes de matarse junto a su pareja.
Sin acciones en su poder y desconocido por el Reich en caída libre, Heinrich Himmler optó por un infructuoso intento de escape rapándose la cabeza para ocultar su apariencia. Fue capturado por los británicos y no pudo con su ego. Reconoció al poco tiempo su identidad y pidió negociar con las máximas autoridades aliadas. Lejos de armarle un encuentro con los generales de la victoria inminente lo encarcelaron en Luneburgo. Cuando el responsable del centro de detención supo que no había sido revisado al detalle ordenó hacerlo. Ya le había llegado la noticia del suicidio de varios jerarcas nazis, que cayeron ocultando cianuro en su cuerpo o su ropa.
Cuando le pidieron que abra la boca, Himmler se negó. Cuando el médico comenzó la inspección por la fuerza, el exjefe de las S.S. lo mordió violentamente, por lo que el hombre retiró su mano ensangrentada de los dientes del detenido. Esos segundos fueron suficientes para morder la cápsula que tenía escondida y así bajar el telón de su nefasta historia. Sus restos fueron enterrados en las inmediaciones del lugar, pero el sitio preciso es un misterio que se mantiene hasta estos días.