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Poseer tierra es un derecho a ser reivindicado, argumentan algunos. Esa habría sido la falsa premisa del Estado clientelista que les prometió regarlarles unas cuantas hectáreas. Pero como en política nada es gratis, el voto y la resistencia —sobre todo cuando toca defender al caudillo de turno— son el precio a pagar. Sin embargo, los que militan en la oscuridad, aquellos de cuello blanco, prefieren refugiarse en el discurso del empresario bondadoso que busca crear empleo y bienestar. El Estado, en tendencia de empobrecimiento, podría salvarse si se extiende la frontera agrícola, dicen. Tanto a los combatientes en el frente como a estos grandes CEOs agroindustriales los une, entonces, una causa en común: tumbar monte para sembrar.
Mientras los pequeños y medianos productores viven asfixiados por la sobrerregulación, sufren inseguridad jurídica y encima se les restringe la comercialización del fruto de su trabajo, estas dos clases de militantes son favorecidos por un conjunto de medidas políticas, de acción y omisión, que les permite quemar —o dejar quemar— por intereses económicos particulares. Así, a la devastación medioambiental y al agravio sanitario se le suma una perversa desigualdad ante la ley.
Se plante coca o soya, esto no es más que un ejemplo paradigmático del más salvaje capitalismo de amiguetes a la boliviana. El Estado hace concesiones excluyentes a grupos particulares que ve como amigos. A cambio, mantiene y reproduce su poder. Y, cuando se trata de poder, no importa qué se destruya en el camino, mucho menos si se actúa con doble moral.
A estas alturas, no hay duda de que la economía boliviana está en declive. Por tanto, es de suponer que el gobierno ve en la expansión de la frontera agrícola un medio a corto plazo de ingresar divisas. Las quemas de hoy son tierras que producirán mañana, así que, en su lógica, nada podría salir mal. A largo plazo, sin embargo, son una condena a esta y futuras generaciones en diferentes dimensiones.
Si el desarrollo de una sociedad se lo mide en su bienestar, es absurdo creer que los ingresos generados a costa de vivir bajo las tinieblas del humo puedan llamarse como tal. Habrá más dinero en el corto plazo, probablemente. Pero en el largo plazo, los gastos en salud por enfermedades respiratorias, incluidos en seguros, se habrán incrementado considerablemente. La situación actual en los hospitales de Santa Cruz de la Sierra, debido a las complicaciones respiratorias en las últimas semanas, ejemplifica dicha irracionalidad. Tener un peso más en el bolsillo para gastar dos más en salud, en realidad disminuye el bienestar.
Otros ejemplos: Toda la madera quemada, que podría haberse aprovechado de forma sostenible, equivale a ingresos renovables perdidos para siempre a causa de los incendios. O, cuando se reduzcan los niveles de agua por los efectos del cambio climático y la depredación del bosque, su precio subirá. ¿De qué sirven más divisas si hay que gastar más por un bien básico para sobrevivir? Y así podríamos continuar…
No obstante, y sin siquiera ahondar en los argumentos éticos para condenar la destrucción de la naturaleza, hay algo que debiera indignarnos de sobremanera: Cuando los desastres naturales, como lluvias muy intensas o largas sequías, destruyan los sembradíos de sus responsables, los mismos acudirán al papá Estado para pedir un rescate económico.
Así funciona el capitalismo de amiguetes, y no lo hace con recursos propios, sino con los de todos los contribuyentes, incluso de aquellos de por sí ya sentenciados a respirar dióxido de carbono. Entretanto, los productores que hacen todo en norma, al igual que la sociedad en su conjunto, sufren las externalidadades negativas de esta alianza entre el gobierno y sus nefastos militantes, los manifiestos y los ocultos.