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Entre otros aspectos, la inmadurez implica que un individuo sea reacio a reconocer su propia culpa. En lugar de admitir que sus vicios, malos hábitos, falencias o cualesquier imperfecciones le ocasionaron dificultades, busca responsables por afuera. Ellos serían la fuente de sus desgracias, el obstáculo que le ha impedido contar con días mejores. Conforme a esta lógica, no cabe pensar sólo en sus contemporáneos. Ocurre que, más allá de considerar los problemas causados por quienes nos acompañan en una misma época, se recurre también al pasado. Consecuentemente, la historia se presenta como un campo bastante generoso para el hallazgo de pretextos. Revisando lo que se ha hecho, tendríamos la posibilidad de apuntar a los culpables. En síntesis, una mirada como ésta contribuye a suscitar un fenómeno de carácter cultural que marca todavía a distintos países: el victimismo.
Con pocas excepciones, los intelectuales latinoamericanos se han decantado por alimentar esa línea victimista. Tanto Rubén Darío como José Martí pueden ser presentados bajo ese concepto. Finalizando el siglo XIX, sus reflexiones, con regularidad poéticas, se preocuparon de la suerte que corrían las naciones del subcontinente. No se puede negar que sus móviles fuesen nobles. Porque, siendo perfectamente posible que se dedicaran a temas literarios, exclusive, procuraban la identificación y solución de problemas estructurales. La cuestión es que, aun cuando medie un espíritu distinguido, se pueden cometer equivocaciones. Así, al discurrir sobre lo que había perjudicado a estos países, concentraron sus miradas en agentes externos. No debían preguntarnos qué pasaba dentro de las fronteras nacionales, o regionales, sino tan sólo mirar afuera, donde no faltarían los enemigos imperialistas.
Merced a esa postura, respaldada por el Ariel de José Enrique Rodó, irrumpirá el supuesto enemigo histórico que, en mayor o menor grado, no haría sino afectarnos, Estados Unidos. Es la misma denuncia que, hace medio siglo, 1971, Eduardo Galeano volvería célebre con Las venas abiertas de América Latina. Es una senda que no ha dejado de ser transitada. Conviene acotar que los intelectuales renuentes a continuar alimentando esta tradición, una sin la cual muchas fragilidades serían desnudadas, suelen ser censurados. Se prefiere a los que piensan y escriben para nutrir mitos colectivos; la gente con propósitos críticos desencadena furia, cuando no desprecio. Poco importa que diferentes autores se hubiesen esforzado para distanciarnos de las ilusiones, los engaños al respecto.
No se desconoce que, a veces, los intereses de potencias extranjeras pueden perturbar cómo está desenvolviéndose un país. El punto es que se trata de un factor. Las explicaciones no deberían agotarse ahí. Carlos Rangel lo ha resumido con maestría cuando publicó Del buen salvaje al buen revolucionario; en Bolivia, además, tenemos una voz coincidente con esta perspectiva. Me refiero al notable Alcides Arguedas, cuyo ejercicio del pensamiento lo llevó a una radical autocrítica para entender los problemas nacionales. Debido a ese oficio, no se ganó sino ataques por parte de quienes prefieren las ilusiones, los cuentos nacionalistas, la poesía del patriotismo. Es la misma línea que ha seguido H. C. F. Mansilla, quien denunció el carácter conservador, autoritario, aun antidemocrático de la sociedad boliviana, en su mayoría. Es lo que más hace falta: un razonamiento que llame a la autocrítica, descartándose ese complaciente victimismo.
*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo