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Estos días hemos evaluado lo hecho y conseguido en 2022. Es un ejercicio necesario pero cuyos resultados podrían ser insatisfactorios si no se hace con cuidado, porque las reglas básicas de la lógica podrían jugar en contra nuestra.
Una de las razones más importantes es que los resultados de este año pueden estar muy marcados por lo que se hizo en gestiones previas y porque las causas son múltiples.
Esto último puede darse incluso en fenómenos tan específicos como los efectos de los conflictos por el censo de población. Es evidente que a raíz de este evento hubo menos actividad económica y, por ende, menor crecimiento con una magnitud todavía incierta.
Pero no podemos determinar si el conflicto fue originado en el retraso ocasionado por la pandemia, la planificación inicial del operativo censal, la imposibilidad técnica de efectuarla en 2022 o una combinación de estas razones, además de otras no enumeradas.
Es decir, un fenómeno que afectó la economía boliviana 2022 podría bien deberse a lo que pasó en 2020, lo planificado en 2021 o la desafortunada forma de postergación en 2022.
Algo similar ocurrió el año de la pandemia, puesto que las razones de la fuerte contracción de la producción podrían estar en el menor impulso fiscal a inicios de ese año, en la paralización obligatoria por las medidas de distanciamiento o a la falta de ejecución de un contundente plan de reactivación.
Incluso en este último caso, la causa podría ser o la imposibilidad de rápida implementación por las barreras burocráticas y técnicas existentes en el Ejecutivo en esos meses o por la falta de recursos ante el bloqueo al endeudamiento externo en el Legislativo.
En resumen, lo que pasa en un año podría ser resultado de acciones pasadas o de causas múltiples.
Esto también se aplica a la discusión reciente entre los políticos del oficialismo que se acusan por los resultados económicos de 2022, cuestión que tiene evidencias en favor de ambas corrientes.
Por una parte, se observó un crecimiento que ya no obedece al efecto de comparación estadística y bajas tasas de desempleo e inflación. Estos indicadores podrían atribuirse al accionar gubernamental, pero también a otras causas tal como argumentamos previamente.
Por otra parte, la posición contraria de que todavía no habría recuperación tiene un sustento en la información laboral, puesto que el ingreso promedio de los trabajadores al segundo trimestre de este año en el país está todavía por debajo de 2019. Nuevamente, este resultado podría o no ser resultado de acciones tomadas en este año o de (in)acciones previas en la recuperación.
Por tanto, conocer las causas y en qué magnitud fueron importantes requiere más que la simple comparación de datos con las narrativas predominantes.
Esta desalentadora conclusión también es aplicable a fenómenos de más largo plazo. Por ejemplo, ni siquiera el periodo de auge entre 2005 y 2014 podría tener una causa identificable porque en esos años se observaron simultáneamente un cambio de política económica en el país como favorables condiciones externas.
Y también puede existir el problema de que estemos dejando de lado un factor que sea relevante, algo que en la investigación se conoce como “sesgo de variable omitida”. En lo particular creo que no se está tomando en cuenta la relativa estabilidad social y política que caracterizó al país entre 2006 y 2015, frente al contexto volátil en este ámbito entre los años 2000 y 2005.
La evaluación más rigurosa que conozco es la de Rómulo Chumacero en su investigación Habilidades versus suerte: Bolivia y su reciente bonanza de 2019. No conozco otra con el mismo grado de rigor académico.
Cuando Chile tuvo su “periodo de oro” del crecimiento entre 1986 y 1999, se escribieron varias evaluaciones de todo orden para comprender qué había pasado y por qué. Corresponde a las universidades y centros académicos hacer la evaluación imparcial y rigurosa de todos estos años en Bolivia.
Más allá de eso, mis mejores deseos y bendiciones para 2023.