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En 2017 el economista francés Jean Tirole publicó un libro titulado La economía del bien común.
El autor previamente fue galardonado con el Premio Nobel de Economía en 2014 por sus contribuciones al análisis de los mercados.
En su introducción Tirole sugiere que nos preguntemos: “¿En qué sociedad me gustaría vivir, sabiendo que podría ser un hombre o una mujer, estar dotado de buena o mala salud, haber nacido en el seno de una familia acomodada o pobre, instruida o poco cultivada, atea o creyente, crecer en el centro… o en … (los suburbios), querer realizarme a través del trabajo u optar por otro estilo de vida, etc.?”.
Aludo a este título porque creo que estamos en la situación totalmente diferente, en aquella que persigue sólo el bienestar egoísta en el sentido estrecho por réditos de corto plazo y por conseguir o retener, aunque sea ínfima, esa sensación de poder y dominación sobre los iguales.
¿Cómo es esa “economía del mal común”?
Es aquella donde los políticos de distintos niveles y lugares prefieren defender sus narrativas y formas de pensar más que optar por caminos probados y pragmáticos que den mejores condiciones de vida a sus mandantes. En esa distopía, ellos están interesados en sus espacios de poder y en sus ambiciones personales, más que en servir a quienes realmente se deben.
Es esa donde hay un multiverso, realidades paralelas o una sociedad abigarrada en la que convive un segmento reducido de la población que puede hacer uso de sus derechos y acceder a condiciones razonables de vida, mientras que otra, la mayoría, tiene que sobrevivir con lo justo y no tiene auténtica protección social.
Es tan agudo este problema de bipolaridad societal que los políticos, de distintas ideologías y en diferentes lugares, quieren mejorar las condiciones de los más vulnerables con métodos probadamente ineficaces como regulaciones absurdas e incoherentes para el sector protegido que lo hacen decrecer cada vez más y un esquema de asistencialismo mal focalizado, que en la práctica no brinda seguridad alguna.
En esa sociedad las diversas regiones y latitudes no pueden desarrollarse plenamente porque están presas de varias cárceles: decisiones ajenas y lejanas a sus necesidades, enamoramiento excesivo con algún pasado de gloria, liderazgos concentrados en su metro cuadrado, esquemas ideológicos anacrónicos, visiones que ignoran la complementariedad con el resto del país y del mundo, etc.
Esa sociedad del mal común está plagada de ilícitos, ilegalidad y crimen. Es aquella donde la justicia que busca la verdad y lo correcto es una mera utopía, puesto que la resolución de conflictos favorece a los más poderosos en un sentido amplio. Es esa donde lo correcto es lo excepcional y lo corrupto es lo ordinario.
Es aquella donde no existe libertad de expresión y campea la desinformación. Lo primero porque la polarización extrema acalla las voces de la moderación y sensatez; y la segunda porque las mentiras se repiten tantas veces que se transforman en verdades. Es pues aquella donde las falacias sobreabundan y son bien acogidas porque los premios a lo sensacional y lo primicial se reparten generosamente, no así a la verdad y a la integridad que quedan mudas y escondidas.
Esa sociedad sin esperanza que tiene a sus ciudadanos presos de las urgencias diarias de cómo sobrevivir a un entorno político, económico, social, ambiental y legal que les es adverso. Donde el buen futuro para sus siguientes generaciones ha sido postergado por el apremio y la lucha por un vivir al menos digno en el día a día.
Es esa donde los esfuerzos legítimos y bien habidos tienen resultados limitados porque bien pesan más los estereotipos de raza, región, religión o privilegio. La redención plena hacia un mejor vivir está llena de obstáculos, en lugar de sendos premios al trabajo y al emprendimiento.
Mucho desearíamos que la “economía del mal común” simplemente fuese una pesadilla que concluye al abrir los ojos, hasta que el amanecer nos hace dar cuenta que es la sociedad en la que vivimos.