La estabilidad democrática en la teoría política clásica y el republicanismo
Tanto la teoría política clásica como la tradición republicana se han ocupado de estudiar cuidadosamente los sistemas de gobierno. Desde Platón y Aristóteles hasta Montesquieu y Rousseau, la democracia ya aparecía como una posibilidad entre ellos. Para poder funcionar, sin embargo, ésta necesitaría cumplir algunos requisitos.
Escucha la noticia
Ciertamente hablamos de reflexiones normativas que, en muchos casos, ya han sido refutadas mediante los métodos empíricos de la ciencia política: no necesariamente debido a una falta de agudeza intelectual, sino principalmente en razón de las grandes transformaciones sociales que han acompañado al surgimiento de la sociedad de masas. Para entender, entonces, cómo el concepto de democracia se fue adaptando hasta convertirse en el modelo representativo, republicano y constitucional que idealizamos hoy, vale la pena revisar algunas reflexiones clásicas acerca de la soberanía popular.
Un pensamiento común sobre la democracia planteaba su condicionamiento a la conformación de una entidad política de tamaño moderado. En una democracia con demasiados ciudadanos, el debate público y la agregación de intereses serían demasiado complicados. De hecho, las polis griegas ya padecían este problema. Garantizar la participación ciudadana en un cabildo con miles de personas era prácticamente imposible. La democracia por aclamación no sólo ofuscaba los derechos individuales; era también terreno fértil para los demagogos que aspiraban a desmantelarla desde adentro.
En concordancia con el anterior argumento está la tesis de la homogeneidad cultural. Una democracia efectiva precisaría de ciertas similitudes culturales entre ciudadanos. Esta idea influenció tanto la teoría democrática como de Estado. Precisamente, la construcción de la nación-Estado emerge de características culturales comunes, a saber: el idioma, las tradiciones, las prácticas sociales, etc. Al final, la comunicación y la convivencia serían más simples entre ciudadanos culturalmente similares, reza el argumento. Así, la democracia, que está sujeta al diálogo ciudadano más que cualquier otro sistema de gobierno, requeriría cierto grado de homogeneidad cultural.
Ahora bien, ambas ideas han sido matizadas por la investigación democrática moderna. Los desafíos planteados por el tamaño de la entidad política fueron en gran medida resueltos por la democracia representativa mediante voto universal. Hoy en día, el aumento de prácticas de democracia directa, sumadas a la aplicación de tecnologías que facilitan la participación ciudadana, muestran que el tamaño es un problema cada vez menor para las democracias modernas.
El requisito de homogeneidad cultural, por su parte, ha vuelto al debate actual en un contexto de grandes olas migratorias. No obstante, los datos muestran que las diferencias culturales entre ciudadanos no son ni más ni menos complejas que diferencias en otros aspectos. Para ser más concretos, las diferencias sociales y económicas a menudo enfrentan a las democracias con desafíos más riesgosos para el sistema que su heterogeneidad cultural. De hecho, ésta suele recobrar controversia cuando las olas migratorias se dan precisamente en medio de una pérdida generalizada de bienestar.
«La virtud ciudadana necesaria en una democracia apela a la civilidad de sus participantes, la cual se manifiesta, entre otras formas, a través de la aceptación mutua y la convivencia pacífica entre ganadores y perdedores circunstanciales en el ámbito político.»
Justamente este tema es también abordado en antiguas reflexiones político-filosóficas. Aristóteles y Rousseau sostenían que la desigualdad social podría causar inestabilidad política, lo que ha sido confirmado por diversos estudios empíricos modernos. A menudo no se trata simplemente de una desigualdad social per se, sino de una desigualdad social basada en una inequidad de oportunidades como consecuencia de injusticias pasadas —llámense guerras, colonialismo, dictaduras, etc.—. Pero Aristóteles fue incluso más allá, llegando a considerar que un orden democrático estable debía tener una clase media amplia, capaz de influir en la política. Esta premisa se confirmaría más adelante a partir de la estabilidad democrática que gozan los Estados de bienestar.
Ya a nivel individual, tanto la teoría antigua clásica como la tradición republicana contemplan la virtud ciudadana como un requisito democrático. Ésta se refiere a los valores sociales necesarios para que un orden democrático goce de aceptación. Estamos hablando de pluralismo, tolerancia, cultura del debate y búsqueda de compromisos. Estos valores incluyen, además, la capacidad y voluntad individual de someterse a decisiones que favorezcan al colectivo por encima de intereses particulares. En otras palabras, la virtud ciudadana necesaria en una democracia apela a la civilidad de sus participantes, la cual se manifiesta, entre otras formas, a través de la aceptación mutua y la convivencia pacífica entre ganadores y perdedores circunstanciales en el ámbito político.
Los requisitos mencionados aún no garantizan del todo la estabilidad democrática. Su principal garantía es, más bien, una infraestructura institucional minuciosa, que, basada en la desconfianza del poder, establezca la separación y desconcentración de poderes encarnados por el Estado. Esta concepción republicana y constitucional, que se la debemos a Montesquieu, no sólo es la base teórica de la democracia moderna, sino se ha comprobado, también, como el escudo fáctico de las democracias frente a arremetidas autoritarias.
Sumada a una institucionalidad sólida à la Montesquieu, Alexis de Tocqueville percibió que la democracia no puede vivir sin una sociedad civil informada, autónoma y capaz de ejercer funciones de contrapeso efectivo del poder político. Este argumento guarda relación con la tesis aristotélica de la clase media, aunque es un tanto más profundo, pues las libertades de prensa, opinión y de acceso a la información están en el primer plano. La capacidad de influir en la política, entre ciudadanos iguales, no está dada apenas por las condiciones socioeconómicas. Anterior a éstas es la capacidad de escrutinio libre de las actividades y los procesos políticos.