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El espíritu navideño se ha apoderado de este columnista, razón de más para pasarle por alto su ñoñería. No es que espere los regalos que no llegarán de mi aficionado grupo de cuatro lectores sueltos, sino que el alma no da ya para relamerse la crítica de la semana ni para apuntar al bobo del día, como hizo Lionel Messi en Catar, con tanta difusión como furia.
Estos días más bien estuve pensando en los ausentes de mis Navidades, como seguro Ud. tiene los suyos. En mi caso, la llegada ya hace seis años de un hijo tardío compensa las ausencias de los abuelos: el uno riendo pleno de su chispeante sarcasmo; el otro hablando en guaraní cuando los alcoholes le hacían rememorar su paso por el Chaco; o la única abuela que conocí, más bien callada, pero observadora y atinada, reservando los sufrimientos para sí, al modo sacrificial cada vez más escaso entre hombres y mujeres. Mi mamá y algunos tíos faltarán también a la antigua picana navideña. En el caso de aquella, por haber ejercido la que Gabriel Marcel llamaba la libertad más absoluta, y eso que Marcel era un existencialista cristiano.
Formar una familia convencional como me ha tocado no es mucha razón de orgullo ahora, pues es más fácil repetir el destino de los hijos de divorciados, condenados a revivir las discrepancias de sus mayores. Empero, romper los círculos viciosos que otros llaman destino no es moco de pavo, a propósito de esa ave proclive a recibir la extrema unción en estas fechas y a renovar el sino de sus ascendientes con periodicidad anual.
Hablando de las familias, hay las que se conducen como tiranías, en las cuales la libertad de conciencia sobrevive a duras penas y a costa de la libertad de expresión. Las hay despóticas orientales, con el látigo presto, y despóticas ilustradas, en las cuales la dominación tiene envoltorios culturales o “aparatos ideológicos”, como los llamaba la variante estructuralista de ese escolasticismo que es el marxismo.
Mafalda prefiere pensar su familia como una cooperativa, pero me suena un tantito idealizado, aunque ese modelo tiene buena prensa. Y ya hace rato que abandoné la moral del 68 francés, tan en boga en la generación de nuestros padres y aún en las de nuestros amigos. Al grado que, si pudiera definirme, quién sabe hubiera sido votante del Sarkozy que despotricaba contra los efectos indeseados de la moral del 68; eso cuando Sarkozy aún tenía prestigio, claro está, y Putin no le había dado la tunda que lo dejó grogui en una conferencia de prensa.
De mis hijos quisiera la libertad que les hagan superficiales las rebeldías. Que supieran que “prohibido prohibir” es una utopía que es mejor tomar con un grano de sal y una sonrisa, porque uno hará bien si en el camino se prohíbe ciertas cosas, sobre todo a sí mismo.
En esta Navidad pensaré en mi familia quizá como ese experimento de la copresidencia de Barrientos y Ovando (aunque el mío no es castrense y es heterosexual), cuando ninguno en el par ostentaba honores ni mandos superiores al otro. Si pienso en mi casa, tal vez las instituciones del Derecho Romano vienen a mi mente. Los menores ejercen de tribunos de la plebe, a veces con toma del monte Aventino incluida; no hay esclavos, pero sí senadores como padres y suegros, entregando sus dones sin que los demás siempre sepamos cómo bien recibirlos.
Quiero pensar que en mi casa no hay sino cónsules por plazos definidos y hasta alguna dictadura efímera, pero que todos recordamos que somos mortales; que cuando se nos sube la arrogancia cualquiera ha de reventarnos el ego, y que esa prerrogativa se ejerce, sin embargo, con ternura.
Dicen que nuestros más cercanos son los regalos personales que nos hace Dios, al que no le falta el humor suficiente para adjudicarnos a veces una fichita en vez de un buen pariente o compadre. En mi caso, él me ha llamado alguna vez a rendir exámenes, pero también se ha portado como el buen padre (y madre) que es, prodigándome familia y amigos, idos al más allá y presentes, en todos quienes anduve hoy concentrado, pero no con la cabeza sino con el corazón.