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La ideología sí importa

Oscar Mario Tomianovic Parada

Politólogo y analista económico.

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Ahora que campaña electoral terminó, es buen momento para dejar de lado discusiones
coyunturales y centrarnos en lo que, en el largo plazo, determina el rumbo de los cambios sociales:
las ideas. Menciono esto con preocupación, en cuanto en las últimas semanas ha proliferado una
suerte de narrativa contraria a estas: “Las ideologías no dan de comer”, nos dicen. Me permito
disentir.

Partamos por la definición. ¿Qué son las ideologías? El crítico literario Terry Eagleton, nos ofrece
más de una docena de significados posibles, que van desde “ideas que permiten legitimar un poder
político dominante” a “medio por el que los agentes sociales dan sentido a su mundo, de manera
consciente”. En cualquier escenario, todo parece indicar que las ideologías están forzosamente
relacionadas con las ideas.

Convengamos, por cuestiones de simplicidad pedagógica, que la ideología, a grandes rasgos, se
refiere al conjunto de ideas, valores y principios asociadas a una corriente de pensamiento más o
menos estructurada. Así, la ideología es un cuerpo de nociones sobre el mundo y sus subsistemas
(político, económico, cultural, etc.), diferente de la mera opinión no estructurada sobre un tema
específico. Aunque las opiniones pueden estar condicionadas por la ideología, a un nivel mucho
más profundo, no deben confundirse con estas.

Al decir que las ideologías no importan, lo que se está diciendo, de manera muy indirecta, es que
las ideas mismas no importan. Esto es, a todas luces, una actitud bastante contradictoria, pues el
juicio contra las ideas es, en sí misma, una idea (!). Se podría decir, por tanto, que la opinión
contraria a las ideas, si bien no una ideología en sí misma, está fuertemente influenciada por una
corriente ideológica, el pragmatismo, una variante del relativismo. Esta corriente puede ser
resumida en las siguientes líneas: No hay verdades firmes, sólo circunstancias a las cuales se
aplican determinados principios condicionales. Que algo sea verdad hoy no es condición
suficiente para decir que lo será mañana.

Aterricemos la cuestión al plano terrenal. Al negar la posibilidad de establecer ciertos juicios
éticos con bases seguras, caemos en el terreno de “todo vale”. A primera vista, esto puede parecer
inofensivo, pero se vuelve más problemático cuando lo aplicamos de manera consistente a las
interacciones sociales. Pensemos, por ejemplo, en una de las actividades más antiguas de la
humanidad: el comercio. Los marcos éticos –en plural– del liberalismo nos dicen que, en ausencia
de coacción, el intercambio entre dos partes será siempre y en todo lugar mutuamente beneficioso.
La economía no es un juego de suma cero.

Al otro lado de la vereda, una posición más cercana a la izquierda marxista nos dirá que el
intercambio no siempre es mutuamente beneficioso, en especial si se trata de la relación laboral
que se da entre el capitalista y el obrero. Ahí, nos dirán, se consuma un proceso de explotación
por cuanto el capitalista se apropia del valor excedente o plusvalía. La economía es un juego
donde la ganancia de uno es la pérdida de otro.

Eliminar el proceso de reflexión sobre las ideas supone anular, de entrada, la discusión sobre
asuntos tan fundamentales para la cooperación humana como el que delimitamos más arriba. ¿Es
siempre ventajoso el comercio, como dicen los liberales o tienen razón los socialistas que lo
denuncian como explotación del hombre por el hombre? El pragmático, que se dice libre de
ideologías, no podrá respondernos de manera categórica. La certeza, incluso sobre asuntos tan
fundamentales, están fuera de su alcance.

Si las ideas ilustradas de libertad de comercio y gobiernos limitados no hubieran sido tomadas en
serio por filósofos, moralistas y gobernantes, Europa, y por consiguiente el resto del mundo,
seguiría sumida en un mundo marcado por la opresión monárquica, el saqueo institucionalizado
y la falta de garantías personales, todo esto sin mencionar el perderse el aumento astronómico en
la calidad de vida que fue posible gracias a la revolución industrial. Afortunadamente, esas
personas, como Adam Smith o Destutt de Tracy –a quien debemos el término “ideología”–, sí
creían en el poder transformador de las ideas. El mundo en el que vivimos es posible gracias a
que esas ideas, con más o menos integridad, han calado en el criterio personal del resto de
miembros de la sociedad.

En resumen, sin ideología, el hombre carece de un marco intelectual con el cual juzgar lo que
sucede a su alrededor. Son, pues, las “gafas” que hacen posible la vista ante una realidad tan
brillante que, de otro modo, causaría ceguera. Es gracias a la ideología, una particular, liberal, que
comprendemos más o menos por qué la protección de la propiedad privada es tan importante para
asegurar un crecimiento económico significativo y sostenible, lo que se traduce, en términos de
política pública, en “seguridad jurídica”. ¡Aja! Note el lector que la demanda de los empresarios
y políticos actuales, esos que se reputan como “libres de la ideología”, no es sino un reclamo que
surge, precisamente, desde una visión ideológica.

Lo peor que le puede suceder a una sociedad es caer en la idea equivocada de que las ideas son
estériles y que no tienen importancia. Por lo general, esta visión es impulsada por personas que sí
tienen ideas bien definidas, mismas que buscan imponer a partir de la eliminación del ejercicio
crítico de pensar por uno mismo. Si las ideas no tienen valor, el individuo no tiene incentivo
alguno para problematizar su realidad. “¿Es la propiedad privada un robo y el comercio su
instrumento? ¡Qué más da, eso es ideología!”.

De manera incauta, quien así razona cae pronto víctima de quienes dicen no tener ideología, pero
que a decir verdad son simplemente actores que esconden, de manera eficiente, sus propias ideas
e intereses. Las ideas, y todo lo que de ellas se desprende –valores, principios y creencias–, son
las que ponen al mundo en marcha. En conclusión, sus denuncias no deberían dirigirse contra la
ideología, sino, más precisamente, contra las malas ideologías. Invertir el orden de los factores
sería equivalente a querer prohibir los automóviles por el mal uso que alguien le pudiera dar. Las
ideas son el vehículo de los cambios sociales; aunque usadas de manera irresponsable causen
grandes calamidades, son necesarias para pasar de un punto “A” a un punto “B”.

Puede ser que, en el sentido más literal, las ideologías no den comer, pero tenga por seguro que
mientras una buena ideología sienta los principios para una sociedad próspera y segura, una mala
ideología volverá el hambre y la miseria en el común denominador entre los hombres. Después
de todo, la cooperación, la defensa de la propiedad privada o el Estado de derecho, no son más
que “ideas”, lo mismo que el genocidio, la guerra, el saqueo y el racismo.

A quien todavía permanezca escéptico sobre la validez de esta exposición, le invito a recordar las
palabras de Keynes: “Las ideas de los economistas y los filósofos políticos, tanto cuando son
correctas como cuando están equivocadas, son más poderosas de lo que comúnmente se cree. En
realidad, el mundo está gobernado por poco más que esto. Los hombres prácticos, que se creen
exentos por completo de cualquier influencia intelectual, son generalmente esclavos de algún
economista difunto”.

*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo


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Oscar Mario Tomianovic Parada

Politólogo y analista económico.

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