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La memoria redimida

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A fines de 2021 publiqué en Página Siete una primera reseña sobre La casa de sur (2020) película dirigida por Carina Oroza Daroca y Ramiro Fierro. Dije en aquella oportunidad que rara vez publicaba un comentario antes del estreno comercial de una obra cinematográfica, pero en ese caso quería hacer una excepción ya que, pandemia de por medio, la obra merecía el intento de despertar el interés de su público potencial para preparar el terreno para su exhibición en salas de cine.

Era un momento de recuperación de los espacios ciudadanos por el regreso a una frágil normalidad. Tanto por la pandemia como por la evolución de la situación política, estábamos todos golpeados, acostumbrándonos de nuevo a vivir en comunidad. Creo que no lo hemos logrado, las circunstancias han pesado demasiado sobre los bolivianos, y una prueba de ello es que el estreno de La casa del sur se fue postergando hasta ahora. La película ha tenido un largo recorrido de silencio para finalmente estar a disposición de todos en las pantallas de cines de Bolivia, y desde estos humildes espacios en que nos expresamos todas las semanas, no quiero sino alentar a que los espectadores vean la obra y valoren el esfuerzo que significa hacer cine en Bolivia.

En el caso de Carina Oroza Daroca, sólo el tesón, la constancia y una hermosa red tejida con familia, amigos y técnicos de cine ha permitido superar los desafíos que les puso delante la realidad. En la premiere de la película el martes 4 de febrero, sentí en el equipo de producción al mismo tiempo la emoción de haber finalmente llegado a la meta de ocupar las pantallas, y el cansancio y las ojeras por el largo y difícil camino recorrido. Tener una película guardada durante cinco años es como mantener a un recién nacido en la oscuridad durante ese tiempo, sin poder ver la luz y recibir los abrazos de las personas queridas.

Condiciones similares afectaron la creación cinematográfica en todo el mundo, pero en Bolivia todo cuesta más, todo es más difícil, todo se agrava por este descenso vertiginoso de la pobreza a la nada, esta manera de vivir pendientes de un hilo que no sabemos en qué momento se cortará por el peso de las circunstancias.

Dicho lo anterior, esta segunda oportunidad de ver la película y de compartir con los actores y con el equipo técnico, me hace redoblar el apoyo y expresar de manera más vehemente la invitación a ver el film en las salas de cine. La noche de la premiere Carina Oroza dijo algo impactante sobre la amarga condición de nacer en Bolivia y hacer cine, casi una maldición. Si volviera a nacer, dijo, probablemente usaría otros materiales más accesibles para expresarse. El largo trayecto ha agotado a la directora, pero la película es la prueba de que ha logrado el cometido de realizar una obra sensible, comprometida y necesaria para ayudarnos a reflexionar sobre la democracia, la libertad y la solidaridad, pero al mismo tiempo sobre sus sombríos contrarios: la violencia, la represión y el autoritarismo que tiene muchas caras feas.

La casa del sur es un proyecto que Carina Oroza y Ramiro Fierro arrastraban desde 2010 y que se comenzó a filmar justo cuando se vino encima la pandemia. Guardé la nota de prensa del 11 de febrero de 2019 donde se anunció el inicio del rodaje, exactamente un mes antes del batacazo mundial. “Tenemos el gran desafío de aportar a la historia del cine nacional, llevando el foco de atención al sur de Bolivia y centrándose en historias de mujeres”, declaró en ese momento la directora y guionista, que anteriormente había dirigido el documental “Presentes en la historia” (2008).

Esta es una historia de mujeres pero no se trata de un film intimista al margen de la historia del país, Bolivia, nombrado desde la primera secuencia para que el contexto sea claro. La narración está construida sobre dos ejes paralelos, separados por 25 años, que recorren los 89 minutos del filme en forma alternada: empieza en el presente (situado históricamente hacia el año 2005, aunque algunos detalles parecen posteriores), y de tiempo en tiempo nos devuelve al pasado de los mismos personajes, con la memoria desgarradora del cruento golpe militar de 1980, aunque podría ser de cualquier dictadura y gobierno autoritario, porque la violencia que ejercen es la misma.

Esos 25 años de distancia están contenidos en un mismo espacio físico, ese enorme caserón de hacienda en Tarija, un espacio cargado de energías al mismo tiempo positivas y negativas. Dos patios y una puerta de salida al campo, a las viñas, a los árboles frutales, a los corrales que encierran secretos innombrables, además de conejos inocentes. Es como una salida a la libertad, con una continuidad hasta el rio que fluye llevándose todo lo que no conviene retener en el pecho. Desde el título de la obra el espacio físico en que transcurre la historia es uno de los elementos más importantes: la misma casa cargada de memorias dulces y violentas, memorias desgarradoras contenidas y reprimidas durante 25 años. Hay una estética visual que marca los dos tiempos narrativos: al principio de la obra las escenas que remontan al pasado aparecen teñidas de sombras azules, en contraste con los días soleados del presente, hasta que el espectador entiende que se trata de dos momentos vividos en un mismo espacio. Poco a poco, las secuencias del pasado adquieren más color, se acercan al presente en la medida en que los personajes sufren un proceso de reconciliación consigo mismos y con la memoria que los mantenía aprisionados.

El punto de vista narrativo es el de Ana, una mujer que salió de Tarija un cuarto de siglo antes, huyendo no sólo de una dictadura militar sino de sus propios fantasmas. Con el tiempo se convirtió en una bloguera “famosa” (la fama efímera de internet, que “siempre miente”), cuyo blog se ocupa de la cultura culinaria en muchos lugares del mundo. Esta vez regresa a su tierra natal, porque recibe la noticia de que la hermana de su madre ha fallecido. Su propósito es vender la casa de la tía y permanecer el mínimo tiempo posible en Tarija. Pero en la vida los planes no se ajustan a la realidad: Ana no sabe lo que le espera a su regreso. Nicolás, fiel servidor y amigo de la familia (interpretado por ese actorazo que es David Mondacca), le envió la noticia de la muerte de la tía para que Ana vuelva tentada por la ambición de obtener dinero con la venta de la propiedad y para cerrar de una buena vez el ciclo de 25 años de memorias dolorosas para ambos. Mientras tanto, Ana publicará unas cuantas notas de su blog, por ejemplo, sobre el ají de fideo, sofisticadamente rebautizado como “macarroni andino” para impresionar a sus seguidores.

Entre escenas de humor ligero y de introspección severa, poco a poco el blog deja de ser importante en la historia y en la vida del personaje central, porque al prolongarse —contra su voluntad— su estadía en la sombría casa del sur comienzan a asaltarla los recuerdos, primero como piezas sueltas de un rompecabezas, y luego, al final, al colocar la última pieza, como una foto entera de su existencia, no solamente de su vida. El mismo puzle, dado la vuelta peligrosamente para que no caigan las piezas, completa el eje del pasado, aún menos amable. Todo esto contado de manera tan natural que parece vivida (el relato está basado en recuerdos de la abuela de la directora), porque como la vida misma, teje momentos de alegría y de dolor, sentimientos encontrados, frustraciones pero también respiros de libertad (la música, por ejemplo).

Las canciones compuestas para el personaje de la tía constituyen un aspecto narrativo esencial porque contribuyen a completar el rompecabezas de Ana como si la vieja guitarra sin cuerdas hubiera comenzado a hablarle. Pero en desmedro de ese plano musical perfectamente integrado en el relato, la música incidental (especialmente cuando se oyen violines en pleno diálogo entre dos personajes), resulta discordante porque ocupa el primer plano, como si se divorciara de la imagen.

No creo que adelantar algo sobre la trama sea un “spoiler”, como se dice ahora en inglés (ya que la traducción española “destripar” que recomienda la RAE es una sandez). No revelaré más de lo que leí en el material de difusión de la productora: el filme se inspira en un hecho real sucedido durante la dictadura militar en una casa de hacienda donde Anita y su tía Lu (Alejandra Lanza) son retenidas por un capitán y su tropa que busca a supuestos guerrilleros y pruebas de la complicidad de la madre de Anita con ellos. Ana detesta a la tía que no ha visto en 25 años porque la culpa de algo que la marcó por el resto de su vida, pero intuimos desde el inicio que se quedará en Tarija más de lo que había planeado, y que la casa donde vivió de niña la atrapará afectivamente, pero no diremos cómo transcurre ese itinerario de reencuentro con el pasado y cómo se produce su propia redención. En toda historia de ficción que se respete, no importa tanto lo que se cuenta sino cómo se cuenta, porque toda historia se complementa en el lector-espectador. Los méritos de la película de Carina Oroza están precisamente en esa manera de contar lo que comenzó como un testimonio familiar.

La casa-hacienda donde se filmó el largometraje es un espacio bucólico que lo mismo sirve para recrear el miedo y la violencia de la dictadura, que los momentos de armonía familiar. Es un espacio ideal para que se desarrollen las relaciones entre las mujeres protagonistas, una casa con frutales y viñedos que se extienden hacia el rio, un río que se ha secado (como ha sucedido en la realidad con tantos ríos en Bolivia), una metáfora del país que se deteriora gradualmente en su naturaleza y en sus valores. La estructura de montaje temporal en paralelo funciona de manera eficiente. Hay dos artífices para que ello ocurra: el editor de imagen y sonido, coproductor y codirector Ramiro Fierro, y el director de fotografía Ernesto Fernández Tellería.

Otra fortaleza es la dirección de actores, en la que Cristian Mercado parece haber aportado más que en su propio personaje de macho acomplejado sin matices: Ana en sus dos versiones temporales, niña y adulta (interpretadas respectivamente por Arwen Delaine y Piti Campos, excelentes en la sutileza de sus expresiones), el extraordinario Mondacca (Nicolás, guardián de la memoria y de la ética), Alejandra Lanza (la tía creativa que lleva por dentro la procesión) y Cristian Mercado (el capitán Suárez). Frente a actores tan profesionales, algunas escenas resultan caricaturales por la sobreactuación de actores secundarios que tienden a hacer la parodia teatral de sí mismos. Quizás la idea de la directora era contrastar el humor superficial y la extroversión atribuida a los chapacos, con la densidad de una historia marcada por el dolor en la que progresivamente nos adentramos para quedar atrapados.

La casa del sur es la casa simbólica en la que nos ha tocado vivir a todos los que hemos pasado por dictaduras y gobierno autoritarios. Resuena en lo más profundo de quienes han (hemos) sido víctimas de la persecución y del exilio, pero además interpela a las nuevas generaciones que han vivido otro tipo de autoritarismo: la autocracia del MAS que ha dinamitado los valores de la ética y moral de la misma manera que las dictaduras destruyeron los cimientos de la sociedad democrática. En ese sentido la película de Carina Oroza es muy actual, porque su recuperación del pasado engarza perfectamente con un presente sombrío y poco esperanzador.

*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo


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