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La idea de que el presidente Luis Arce complete su mandato tiene adeptos entre políticos y analistas. El razonamiento detrás de esta postura es que debe escarmentar hasta el final e irse con una derrota electoral contundente, como fruto de su pésima gestión, que sepulte su carrera política. Desde un punto de vista táctico, esta estrategia puede parecer lógica. Sin embargo, dicho análisis ignora un factor crítico: Bolivia no puede darse el lujo de soportar más tiempo bajo un gobierno que ha demostrado incapacidad y falta de voluntad para gestionar las crisis que aquejan al país.
La realidad económica, social y política en Bolivia es insostenible. Cada día que pasa sin reformas estructurales agudiza el sufrimiento de millones de bolivianos. La pobreza se expande, los empleos se pierden y la producción nacional está en declive. Insistir en que Arce termine su mandato equivale a someter al país a una agonía prolongada, simplemente para obtener una victoria supuestamente más contundente en las urnas. ¿Vale la pena este costo? ¿Es ético permitir que el desastre continúe solo para hacer escarmentar al otro desastre que se hace llamar presidente? La respuesta debería ser un rotundo no.
La democracia, como sistema político, no es excusa para sostener gobiernos deplorables. Argumentar que un juicio político, una renuncia o un adelanto de elecciones atentan contra la democracia —aunque bienintencionado— es confundir estabilidad política con estabilidad democrática. De hecho, la ciencia política ha documentado el fenómeno conocido como la «parlamentarización de los presidencialismos», concepto que describe cómo sistemas presidenciales han adoptado prácticas propias de los sistemas parlamentarios, como los despidos prematuros de jefes del ejecutivo y los adelantos de elecciones, para destituir presidentes impopulares sin erosionar la democracia. En el caso boliviano, el acortamiento del mandato presidencial de Arce sería incluso un paso esencial para la reparación de la institucionalidad democrática.
«¿Es ético permitir que el desastre continúe solo para hacer escarmentar al otro desastre que se hace llamar presidente?»
La moción de confianza convocada por el canciller alemán, Olaf Scholz, es un ejemplo reciente de cómo los sistemas parlamentarios manejan situaciones de crisis política sin comprometer su institucionalidad. En los sistemas presidenciales, estas herramientas han emergido como mecanismos democráticos para balancear la urgencia de cambio con la preservación del sistema. Es, en esencia, un reconocimiento de que la democracia no se limita a elecciones periódicas, sino que abarca el respeto al Estado de derecho, la igualdad ante la ley, la garantía de las libertades individuales y la promoción del bienestar de la población.
En Bolivia, bajo el gobierno de Luis Arce, estos principios democráticos han sufrido un retroceso alarmante. Lejos de fortalecer la institucionalidad democrática, su administración ha profundizado el deterioro iniciado por Evo Morales. Los índices internacionales sitúan a Bolivia en categorías como «autoritarismo competitivo», «autocracia electoral» o «sistema híbrido», eufemismos que indican una profunda erosión de la democracia, aunque aún no pueda hablarse de un régimen totalitario. No es que a Arce le falte voluntad, sino que el Estado boliviano carece de estatalidad, es decir, la capacidad más básica de ejercer el monopolio de la fuerza para hacer cumplir la ley. Esta crisis de institucionalidad es, en última instancia, la raíz del declive democrático que vive Bolivia y que intensifica nuestros problemas socioeconómicos.
Es hora de plantearnos seriamente si mantener a Arce en el poder es compatible con los principios democráticos y el bienestar de la población. El país necesita una salida que, aunque políticamente compleja, sea moralmente más aceptable que el catastrófico statu quo y que vaya más allá de cálculos políticos.