La sociedad del espectáculo
El país vive un proceso de cambio irreversible. Pase lo que pase con el gobierno de Milei, los antiguos partidos y organizaciones no volverán. Saldrán del juego los políticos que no puedan plantear algo nuevo. Si ninguno logra proponer una alternativa moderna, los absorberá Milei o surgirá otro líder alternativo. No es previsible lo que va a ocurrir. Hasta aquí Milei ha tenido éxito actuando como lo que hemos llamado en nuestros textos un “anticandidato”, un antipolítico. No es una crítica, es señalar que sabe comunicarse en el mundo que vivimos. Habrá que ver cuánto tiempo la comunicación le servirá para mantener el apoyo de un electorado que, por el momento, está experimentando privaciones y problemas económicos mayores a los que tenía durante el gobierno de Cristina.
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En todo Occidente se produjo una transformación radical, tema central de esta columna durante una década. La política no determina lo que pasa con la ciencia, sino que depende del progreso tecnológico. Ray Kurzweil escribió, hace más de una década, “La Singularidad está entre nosotros”, anticipando que la Revolución Tecnológica estaba instalándose en nuestras casas, cambiando las relaciones que mantienen los seres humanos entre sí, y sus relaciones con los objetos.
Ese proceso se aceleró exponencialmente y sigue haciéndolo todos los días, por la evolución vertiginosa de la ciencia y la técnica. Todos los meses nos dicen que se han producido avances tecnológicos que hasta el siglo pasado se producían después de años. La implantación de un chip en un ser humano; la impresión 3D de carne, órganos, y edificios; los avances de la Inteligencia Artificial y la computación cuántica; las gafas que ya se venden y nos sumergirán en la realidad virtual; todos son elementos que nos siguen transformando en seres humanos distintos de los antiguos.
El fenómeno lo vive la mayoría de la gente en un proceso que avanza de hecho, cuando cambia de celular o baja una APP, sin un análisis racional sobre su dinámica, pero consolida una realidad en la que pierden fuerza las palabras y la razón, a las que estuvimos acostumbrados.
Milei se comunica con imágenes. Las palabras hace tiempo que no tienen fuerza
Los estudiantes pasan más tiempo pegados a la pantalla de su teléfono celular o de su computadora, que estudiando en el colegio o la Universidad. La mayoría de los seres humanos interactúan entre sí, intercambian información, a veces falsa, mitos, sentimientos, imágenes, y difunden delirios persecutorios que los llevan a combatir a otros, porque no comparten sus supersticiones. Resulta que para un terraplanista, quien cree que la Tierra es redonda es un agente del gobierno o del comunismo. La verdad tiene que ver con “creer”, la constatación científica de lo que ocurre, no le importa a los hijos de la red. Los medios de comunicación tradicionales pierden espacio ante los medios virtuales. Cualquiera puede ponerse un canal de televisión en la casa y operar como periodista independiente. No necesita perder el tiempo estudiando comunicación, como hacían los antiguos. Tampoco necesita una estructura formal, un periódico o un canal de televisión, con normas y controles de calidad.
En todos los países hay una cantidad de sitios que hacen gala de no ser profesionales. Los conductores visten y hablan como personas comunes, ciudadanos que comentan hechos que se les cruzan “accidentalmente”. Es parte de la crisis de las profesiones que trae consigo la red. El youtuber que improvisa, suscita más confianza que el periodista formado. En la política, el improvisado llega más que el político que hizo carrera, al que fácilmente le endilgan el calificativo de “corrupto”. El que se compra por US$ 100 un programa para hacer encuestas en la red, puede competir con los que se formaron para investigadores y saben analizar la realidad de manera sofisticada.
La comunicación que se incrementa, no solo por la intervención de los improvisados “periodistas”, sino por el tono generalizado de la red, suele ser maniquea y fanática. La producen personas que se dedican a alabar a cualquiera con el que comparten mitos o que los paga, y a denostar a sus adversarios. El intento de los antiguos periodistas de averiguar la verdad, no es una de sus preocupaciones.
Los periodistas profesionales se preocupaban por el ráting de su canal o la difusión de su periódico y querían consolidar un prestigio a largo plazo. Muchos de los nuevos comunicadores solo quieren que su mensaje se viralice, obtener más likes y hacer mucho dinero. Un youtuber gana más que el periodista más sofisticado. Por lo general no pretenden construir un medio que perdure. Buscan emociones intensas y efímeras. No quieren ser el periodista que trabajó en un medio importante y es condecorado después de cincuenta años de trabajo. Los emociona solo el presente.
Quieren producir piezas que sean sorprendentes, imágenes en las que no se pueda distinguir mucho entre la broma y la lucha por cosas serias. Existe una actitud iconoclasta en la que importa más que el producto sea divertido a que sea verdadero. Es mejor producir un buen meme que discutir el futuro del país. Nos sumergimos en la sociedad del espectáculo.
Describo lo que pasa, aunque no me guste. Algunos anticuados seguimos creyendo que es necesario que existan medios de comunicación profesionales, con distintos puntos de vista, que discutan el presente y el futuro de la sociedad. Creemos en algo más obsoleto: la necesidad de pensar más y emocionarse menos. Perdemos el tiempo leyendo textos y escribiendo, porque sólo cuando traducimos nuestras ideas a letras, podemos ordenar nuestras percepciones acerca de lo que vivimos y discutir con otros.
En la política necesitamos superar el abismo que separa a una dirigencia con mentalidad envejecida, de una población que vive en otra realidad. Durante la campaña presidencial, llamamos la atención sobre la equivocación que cometían quienes buscaban el voto de los electores, elaborando programas de gobierno. Varios políticos y comunicadores decían que ganaría el candidato que presente el mejor programa. Algunos políticos anunciaron que esperarían a que los precandidatos de su partido presenten sus programas para decidir a quién apoyarían en las internas. Esa era una construcción fantasiosa: sabían a quién apoyar, el programa era el pretexto para racionalizar sus preferencias y resentimientos. En la vorágine de estos días, nadie se acuerda de esos programas. Nadie los leyó y tal vez ni existieron.
Ganó las elecciones Javier Milei, un dirigente que sabe comunicarse dentro de la sociedad del espectáculo. Ésta no es una crítica sino una alabanza, por el momento tiene buenos resultados.
Ante todo, como lo hemos dicho en nuestros libros, el líder moderno necesita expresar sentimientos que le permitan empatizar con la gente. Los líderes fríos, solemnes, tienen dificultad para comunicarse con un electorado que se ríe de las estatuas. La mayoría quiere un líder capaz de reír, llorar, alegrarse o mostrar que está triste. Supone que alguien así puede preocuparse de mí, simple ciudadano, que tiene sueños que no comprenden los “importantes”.
También debe expresar una humildad que se comunica de diversas maneras. Se equivocaron quienes criticaron a Milei porque demuestra cariño por sus perros. Es un sentimiento noble, que cobró fuerza en una sociedad en la que muchos seres humanos se extraviaron en las pantallas y se reconcilian con la vida abrazando a sus mascotas. Cuando Milei se emociona y expresa su felicidad bailando con un grupo en Israel o saludando con los pasajeros del avión que le trae de vuelta a la Argentina, expresa esa humildad, propia del líder moderno, que por tenerla no pierde fuerza, sino que la incrementa.
Milei sabe comunicarse a través de imágenes. Las palabras perdieron fuerza desde hace tiempo. Los prolongados discursos de Cristina eran parte de un espectáculo en el que nada decía, nadie le oía, pero entusiasmaba. Milei usa las imágenes para comunicar el mensaje que queda en la mente de la gente. Las imágenes pueden contradecir a las palabras y las desvanecen. En su visita al Vaticano no importaron los epítetos pronunciados hace poco. Eso de “ignorante”, “delegado del maligno”, que el Papa respondió diciéndole “Adolfito”, se borró de un plumazo con los gestos. Lo que quedó fue el abrazo emocionado de dos amigos de toda la vida, que se conocían en ese momento. Quienes no somos partidarios de las confrontaciones, nos alegramos de la reconciliación, pero hay que reconocer que fue un triunfo político de Milei. Después de ese abrazo, la gente sintió que había conseguido un apoyo para sus políticas, que el propio Papa no podrá desvanecer con palabras. Brancatelli y otros políticos de “izquierda” ligados al Vaticano, quedaron colgados de la brocha, cuando su líder espiritual se comportó de esa manera.
Su violento discurso en contra de la casta que gobernó los últimos años, tiene matices cuando incorporó a su equipo de colaboradores a los candidatos del 2015, Mauricio Macri y Daniel Scioli, y a uno de los tres candidatos presidenciales importantes de 2020, Patricia Bullrich. Si incorpora a Sergio Massa, tendría a todos los candidatos del sistema de los últimos años. Pero nada de eso importa, por el momento, si se le ve combatiendo a la casta.
En la sociedad tradicional los grandes cambios se hicieron logrando consensos con dirigentes de la sociedad, encontrando puntos en común que permitan el desarrollo de los países en el largo plazo. Ocurrió con Adenauer, Felipe González, Mandela, o Roosevelt. Preferiría que el Presidente de una sociedad compleja como Argentina se inspire en ellos, y no en el líder de una república bananera que construyó una cárcel y tortura delincuentes. Nuestro país está para más.
No es previsible lo que va a ocurrir. Hasta aquí Milei ha tenido éxito actuando como lo que hemos llamado en nuestros textos un “anticandidato”, un antipolítico. No es una crítica, es señalar que sabe comunicarse en el mundo que vivimos.
Habrá que ver cuánto tiempo la comunicación le servirá para mantener el apoyo de un electorado que, por el momento, está experimentando privaciones y problemas económicos mayores a los que tenía durante el gobierno de Cristina.
Milei ha creado una fe, un conjunto de creencias que chocan con los problemas de la vida cotidiana de sus electores. Veremos cuánto dura este fenómeno, y si el tiempo le permite llegar a una etapa en la que los efectos positivos de sus cambios se puedan percibir en la casa del ciudadano común.