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Más allá de los conflictos, las filas y la inflación, estas semanas marcan un momento clave para miles de jóvenes que celebran su graduación como flamantes bachilleres. Como ya compartí en ocasiones anteriores, reflexionar sobre lo que viene después es crucial. Hoy quiero complementar esas ideas explorando una pregunta fundamental: ¿vale la pena entrar a la universidad?
Comencemos por una razón que puede llevar a cuestionar esta decisión: la débil relación entre obtener un título universitario y alcanzar un mejor futuro laboral.
En muchos casos, los estudiantes buscan que sus títulos sirvan como una prueba de sus habilidades, aunque estas no siempre estén presentes. Esta idea está en línea con la noción de la señalización propuesta por el Nobel de Economía Michael Spence, según la cual los títulos funcionan más como una señal hacia los empleadores que como una garantía real de competencias.
Y no se trata únicamente de una problemática local. En países como el Reino Unido, por ejemplo, un estudio del Instituto para Estudios Fiscales señala que uno de cada cinco universitarios habría estado mejor entrando directamente al mercado laboral sin cursar una licenciatura.
Por otro lado, aunque muchos bachilleres eligen la universidad con la esperanza de construir un futuro mejor, las estadísticas en nuestro país muestran que la rentabilidad de la educación superior es baja. Según estudios, estudiar un año más de educación genera un incremento menor al 5% en los ingresos, mientras que en otros países ese porcentaje es más del doble.
Esta realidad está estrechamente relacionada con la calidad de nuestra educación, en especial la primaria y secundaria. Para entender su impacto, basta comparar a Bolivia con Tailandia. En 1950, ambos países compartían economías basadas en materias primas, e incluso Bolivia tenía el doble de ingreso per cápita al tailandés. Sin embargo, hoy la situación se ha invertido. Una de las claves fue su apuesta por la calidad educativa, algo que en nuestro país aún es una deuda pendiente.
Por otro lado, existen razones de peso para considerar que nuestros jóvenes sí deberían optar por la universidad. Vivimos en un mundo que cambia a un ritmo vertiginoso, y las transformaciones tecnológicas, sociales y económicas exigen cada vez más habilidades especializadas y adaptabilidad. La inteligencia artificial, por ejemplo, está redefiniendo las demandas laborales, priorizando habilidades prácticas sobre títulos académicos en algunos campos.
Ante este panorama, las universidades deben transformarse para ofrecer herramientas que vayan más allá de lo técnico y lo inmediato. La educación superior no debería limitarse a formar profesionales que apliquen conocimientos existentes ni a científicos que generen teorías y avances técnicos.
El verdadero objetivo debe ser la formación de personas cultas: individuos capaces de comprender la importancia de la cultura, la naturaleza y las dinámicas sociales, y que busquen contribuir, como seres humanos responsables, al bienestar colectivo.
Finalmente, invito a los bachilleres a detenerse un momento y reflexionar sobre sus metas, su propósito de vida y el impacto que desean tener en el mundo. El éxito no es solo cuestión de títulos o ingresos; está profundamente ligado al esfuerzo personal, al aprovechamiento pleno de las capacidades individuales y a la contribución al desarrollo colectivo.
Si decides entrar a la universidad, hazlo con un propósito claro y con la convicción de que no se trata únicamente de acumular conocimientos, sino de convertirte en una persona íntegra, capaz de aportar algo valioso a la sociedad.
En general, es crucial tener una perspectiva objetiva sobre la educación universitaria: cuestionar su efectividad y, al mismo tiempo, proponer un enfoque centrado en habilidades prácticas, cultura y responsabilidad social. Porque, al final, la universidad no debería ser solo un paso más en el camino, sino una herramienta para transformar vidas y construir un mejor futuro.