OpiniónEconomía

La vuelta del dragón inflacionario

Gonzalo Chavez

Economista

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La inflación, esa palabra que en los libros de texto suena técnica y aburrida, ha decidido salir de las páginas y entrar de lleno a nuestras vidas. Pero no como un concepto teórico, sino como un huésped indeseado que se ha instalado en la cocina, en la billetera y hasta en el humor colectivo. Bolivia, que durante casi dos décadas presumió de estabilidad de precios como quien muestra el carnet de vacunas en una pandemia, hoy asiste a un banquete no invitado, con el dragón inflacionario devorándose el pollo, el aceite y, de postre, la credibilidad institucional.

Veamos los datos que, aunque maquillados por la fábrica de fantasías del INE, aún permiten leer entre líneas el desastre: la inflación acumulada a mayo de 2025 alcanza el 9,8%. Solo en ese mes, la tasa fue de 3,65%, la más alta en cuatro décadas. La inflación interanual –esa que mide cuánto han subido los precios desde mayo del año pasado hasta hoy– se ubica en 18,5%. Y la de alimentos, que golpea a los más pobres trepa con desprecio aristocrático al 28,3%.

Para quienes gustan de definiciones académicas, recordemos: la inflación es el aumento sostenido y generalizado del nivel de precios de bienes y servicios en una economía durante un período de tiempo. Pero esta definición se queda corta para describir lo que siente una madre de familia cuando la libra de arroz sube antes que su salario, o cuando el tomate parece una fruta exótica traída de Dubái.

Hay muchos tipos de inflación. La inflación de demanda, por ejemplo, ocurre cuando hay demasiado dinero persiguiendo pocos bienes. La de costos, cuando suben los insumos (como el dólar paralelo que encarece las importaciones). Y luego está la inflación estructural, que refleja rigideces de fondo como baja productividad, mercados poco competitivos y dependencia de importaciones. Bolivia hoy padece un cóctel explosivo de todas estas, aderezado con un toque de irresponsabilidad fiscal y una pizca de autocomplacencia ideológica.

Primero, el desmadre monetario. El BCB ha dejado de ser un guardián celoso de la estabilidad de precios para convertirse en una imprenta de favores fiscales. Según datos del FMI, a diciembre del año pasado el financiamiento del BCB al gobierno central alcanzaba los 140.000 millones de bolivianos. Esta es la famosa “emisión electrónica”, más limpia que la tinta, más invisible que la inflación subyacente, pero igual de peligrosa.

La teoría monetaria clásica –sí, esa que algunos desprecian como neoliberal– nos advierte que, a largo plazo, la inflación es siempre un fenómeno monetario. Milton Friedman lo explicó con una elegancia matemática que aquí traducimos en términos populares: si imprimes dinero como si fuera pan caliente, los precios van a subir. No es ideología, es aritmética.

Segundo, el tipo de cambio paralelo. Mientras el tipo de cambio oficial sigue congelado por decreto en Bs 6,96, el paralelo ha alcanzado niveles de entre Bs 15 y 17. Esto encarece las importaciones –de alimentos, insumos y bienes de capital– y esas alzas se trasladan, en una cadena de transmisión bien aceitada, a los precios finales.

Tercero, la incertidumbre política y social, que alimenta las expectativas inflacionarias. En economía, las expectativas lo son todo. Si los agentes económicos creen que los precios seguirán subiendo, ajustan sus precios y salarios en función de esa anticipación. Así, la inflación se convierte en una profecía autocumplida. Esto se llama “inercia inflacionaria”, y es el momento en que el dragón empieza a volar por cuenta propia.

En teoría, el ancla nominal puede ser el tipo de cambio fijo, una meta de inflación o una regla fiscal creíble. Bolivia ya no tiene ninguna. El tipo de cambio oficial es una ficción. Las metas fiscales son papel mojado. Y el INE, que debería ser el termómetro confiable de la economía, ha sido reemplazado por la libreta del casero.

Aquí no se trata de aplicar ajustes brutales ni de recitar letanías de austeridad. Se trata de recuperar la confianza, la credibilidad y un mínimo de disciplina macroeconómica. El BCB debe volver a ser independiente, no un apéndice del Ministerio de Economía ni un cajero automático del TGN. Se necesita una política cambiaria realista, un sinceramiento fiscal y una nueva narrativa económica que no sea ni populista ni tecnocrática, sino sensata.

Porque cuanto más se tarde en domar este dragón inflacionario, más difícil será. Las experiencias de América Latina están llenas de ejemplos: Argentina, Venezuela, incluso Brasil en los años 80. Una vez que la inflación se vuelve parte del paisaje, cuesta décadas erradicarla. Y cuando eso pasa, no hay padrenuestro ni PowerPoint que la detenga.

No mañana, no en la próxima cumbre internacional de bancos centrales. Ahora. Antes de que el dragón pase de la cocina al dormitorio y se lleve también la cama donde dormía la esperanza de estabilidad. En otro artículo propuse 13 medidas concretas para empezar el combate serio con la inflación.


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Gonzalo Chavez

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