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De mi abuela aprendí una gran lección de vida: que todos tenemos deudas ocultas, para enfrentar las cuales debemos guardar los ahorros y la energía interior de los tiempos de vacas gordas. Las tres deudas, según mi abuela, eran: bodas, enfermedades y funerales.
En una sociedad campesina o pastoril que vive no de rentas mensuales (salarios) sino de monetización del trabajo anual (cosechas, vendimias, trasquilas) era sumamente importante destinar una parte de las ganancias (o de la dote) al ahorro previsor para gastos imprevistos como los nombrados. A este propósito, me viene a la mente la parábola evangélica de la dracma perdida, probablemente parte de la dote de la esposa destinada a esas “deudas ocultas”.
De hecho, una boda generalmente se planifica, pero también puede adelantarse de repente por lamentables descuidos, y representa, en todo caso, un gasto significativo para los padres de los novios. Asimismo, en tiempos en que la atención médica gratuita era inexistente, la aparición de una enfermedad se volvía una carga insoportable para el patrimonio familiar, a no ser que se pudiera echar mano a ahorros. Y, finalmente, un funeral representaba un gasto extraordinario, también por la despedida social del difunto, comida y bebida de por medio. Eso sucede aún hoy en nuestras culturas.
La lección de mi abuela sirve también hoy para las empresas privadas, las cuales harían bien en ahorrar de sus excendentes para hacer frente a sus tres deudas ocultas: auditorías tributarias, de las cuales nadie sale incólume, sin importar cuán correctos sean sus estados financieros; inspecciones de toda laya (municipales, sanitarias, laborales) que muchas veces son extorsiones; cierres, porque cerrar un empresa es aún más complicado que abrirla. No por nada las empresas petroleras tienden a devolver pozos y campos para librarse del gasto del cierre. Ingenuamente, YPFB se alegra por esas devoluciones, encandilado por los antieconómicos volúmenes “maduros” que recibe a cambio de pasivos ambientales.
El dicho de mi abuela se aplica también a los gobiernos, cuyas deudas ocultas son: desastres naturales (epidemias, terremotos, pérdidas de cosechas y de infraestructura); convulsiones sociales, “maletines anestésicos” de por medio para líderes sociales y sindicales; y las crisis recurrentes.
Evo derrochó la bonanza en leviatanes azules pero, por previsor o por incapaz de gastar todo, ahorró importantes divisas en los años “dorados” de su gobierno, gracias también a las remesas del exterior y a la economía ilegal y criminal. Pero luego, él y sus sucesores siguieron malversando esos ahorros en “evocumple” y en subsidios a los combustibles, aunque también se tuvo que enfrentar una terrible deuda oculta, la pandemia del COVID. De ese modo las arcas del tesoro han quedado vacías.
Ahora que el gas se está acabando inexorablemente, al igual que las divisas, ¿qué hace el gobierno? A diferencia de las familias, que responden a las crisis con mayor austeridad y sacrificios de todos sus miembros, la respuesta del gobierno es contraer de manera no siempre racional más deudas “visibles” que, en algún momento, “alguien” deberá honrar, manteniendo al Estado en condiciones de vulnerabilidad ante otras deudas ocultas que pueden presentarse en cualquier momento.
Finalmente, ¿cómo olvidar las deudas ocultas que las próximas generaciones están heredando de la nuestra? Junto a pocos y ambiguos avances sociales, queda un país paria para el mundo con: institucionalidad destruida; ríos y bosques envenenados; justicia podrida a más no poder; “mediocracia” por doquier; intolerancia en todos los ámbitos; mientras la educación, el verdadero y único remedio al subdesarrollo, sigue rezagada.