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Los candidatos presidenciales presentaron hace poco sus programas de gobierno. La narrativa incluye usualmente sectores estratégicos como la agroindustria, el litio, así como la reducción u optimización del gasto público. Sin embargo, lo más relevante no es lo que se dice, sino lo que se omite en los programas.
El consenso sobre el diagnóstico y la prescripción de mediano plazo es amplio entre los candidatos: es necesario transformar el aparato productivo, diversificar exportaciones y reducir el déficit fiscal. No obstante, falta claridad sobre cómo sobrevivir al tránsito entre el presente frágil y ese futuro prometedor. Las filas por gasolina y diésel son la mejor muestra de la falta generalizada de dólares. Y, sin respuestas eficaces y oportunas, el país queda expuesto a una crisis mayor.
La restricción externa —la diferencia entre las divisas que ingresan y las que salen del país— se ha convertido en el cuello de botella de la economía boliviana. Hoy se financia con reservas, compras de oro y algo de deuda. En este contexto, urge una agenda para generar divisas rápidamente, atraer inversión extranjera y contener importaciones de forma ordenada. El contrabando de salida, especialmente de combustibles, es parte del problema, pero rara vez se discute con franqueza.
Además, la gobernabilidad no depende solo de ganar la presidencia. En Bolivia, la Asamblea Legislativa se define en primera vuelta, y ahí se decide la posibilidad de implementar reformas. Un presidente sin mayoría parlamentaria enfrenta un camino cuesta arriba. Sin acuerdos políticos claros y una base parlamentaria sólida, las propuestas no se implementarán y el país implosionará.
Por otra parte, evocar el ajuste de 1985 como precedente resulta impreciso. Bolivia en 2025 se asemeja más a los escenarios críticos de 1982 o 2002. En 1982, la ingobernabilidad y la parálisis productiva dominaron el panorama. En 2002, el alto déficit fiscal, la fragmentación política y la tensión social marcaron el tono. Hoy, el país carga elementos de ambos momentos. Por tanto, lo que se avecina no es una cirugía programada, sino una operación de emergencia en medio de un sismo.
Tampoco se aborda con suficiente seriedad la secuencia de las reformas. ¿Qué va primero: la eliminación de subsidios o las compensaciones? ¿La devaluación o la acumulación de reservas? Muchas reformas en Bolivia fracasaron no por su contenido, sino por su ejecución errática. El orden de las decisiones importa, y mucho, al igual que su magnitud.
El debate económico actual también está lleno tanto de necesarias consignas ideológicas como de frases vacías, y muchas promesas sin hoja de ruta. Por ejemplo, ¿qué pasará realmente con la subvención a los combustibles? ¿Cuál será el mecanismo para compensar a los sectores más vulnerables? ¿Cuándo y cómo? Sin respuestas claras, no hay forma de construir legitimidad ni apoyo social.
A esto se suma el cortoplacismo electoral. Muchos planes buscan atraer votos, aunque sus efectos reales solo se verán a mediano plazo. La tentación de postergar decisiones impopulares puede ser comprensible, pero termina siendo costosa. La economía no espera las campañas.
Muchos discursos giran en torno a la eficiencia fiscal y la reducción del Estado. Pero el verdadero desafío no es solo fiscal: es externo y productivo. Bolivia necesita nuevas fuentes de divisas. Sin ellas, ningún ajuste será sostenible. La apertura, la inversión y la generación de valor agregado no son eslóganes, son supervivencia.
Se habla de transformación productiva, pero sin detallar cómo. Sectores como agronegocios, turismo o los servicios digitales no generarán divisas por sí solos. Se necesita logística, seguridad jurídica, estándares, financiamiento. Sin condiciones mínimas, el potencial sigue siendo promesa.
Necesitamos menos consignas y más honestidad. El país requiere una conversación adulta y estratégica, que no rehúya los temas difíciles. Porque lo que las propuestas no dicen… es lo que más necesitamos discutir.