Magnicidio en Haití, Jaque mate al rey… como sea
Un nuevo magnicidio, ahora en Haití, acaba de ser inscrito en la historia contemporánea.
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Acostado con la boca abierta, y la frente y ojo izquierdo perforados por arteros disparos de un total de doce tiros, fue acribillado y asesinado el mismísimo Presidente de la República de Haití, Jovenel Moise, y ello en su propia residencia al promediar la una de la madrugada, cuando un grupo comando fuertemente armando, ingresó y tomó por asalto la residencia presidencial. Su esposa, la Primera Dama, Martine, resultó herida, y sus dos hijos que se mantuvieron escondidos, salieron ilesos y con vida.
¿Es acaso en la historia, un hecho aislado el asesinato certero y brutal de un Presidente? ¿Son los magnicidios fenómenos que suceden únicamente en los países subdesarrollados?
En Bolivia, solamente por citar el siglo XX, se registraron al menos tres evidentes o controversiales muertes de sus Presidentes: Germán Busch en 1.939 muere de un disparo de bala calibre 32 en la cabeza, entre versiones de suicido y asesinato; Gualberto Villarroel en el año 1.946 fue sacado por la turba desde el propio Palacio Presidencial y ahorcado con lazo en uno de los postes de luz de la Plaza Murillo; René Barrientos en 1.969 muere al estrellarse su helicóptero en la localidad de Arque, Cochabamba, entre la justificación de fallas técnicas o la perpetración de un verdadero atentado. En el mismo Estados Unidos, tenemos los asesinatos de los Presidentes Abraham Lincoln en 1.865 por un disparo en plena función en el teatro Ford, y de Jhon F. Kennedy en 1.963 por precisos franco tiradores durante su desfile en carro por una de las céntricas avenidas de Dallas.
¿Por qué en todos los países, sean ricos o pobres, y en las diferentes latitudes del orbe, los magnicidios son una constante y muy cruda realidad?
La contundente respuesta es que en el diseño político y constitucional de los Gobiernos de Forma Presidencial, dentro de ese tramado tablero de ajedrez que representa el juego de poderes, la figura, autoridad y poder del Presidente es absolutamente preeminente y determinante con relación al resto de los jugadores; concentrando por ende un altísimo valor estratégico quien asuma la investidura presidencial, tan es así que el lograr derrocarlo con un jaque mate, incluso a través de la opción criminal y sangrienta de su asesinato, resulta una medida, ruin y reprochable sin duda alguna, pero también eficaz para producir el cambio o freno rotundo en la conducción política del país que buscan las fuerza opositoras de turno.
Precisamente el caso de los cinco magnicidios citados como ejemplo, los de Lincoln, Kennedy, Busch, Villarroel, y Barrientos, fueron perpetrados en aras de limitar y resistir el ímpetu descollante de reformas políticas profundas llevadas a cabo, o amenazadas con serlo, por parte de éstos Presidentes, al grado tal que las fuerzas políticas opositoras del momento, o algunos individuos pertenecientes a ellas, finalmente apostaron por la criminalidad llevada al juego político, de recurrir al magnicidio como alternativa radical y eficaz para lograr su cometido de resistencia y oposición, pero que a su vez conlleva el daño colateral de generar gran desestabilización política y un recrudecimiento de cada crisis nacional, además de un retroceso atávico de la clase dirigente y la élite del país.
La Democracia como valor y a su vez como herramienta para el desarrollo y bienestar de los Pueblos, repudia el uso de la violencia, y más aún el de la criminalidad para la definición del destino de las Naciones, y por ello resulta de vital importancia que las Constituciones de los gobiernos presidenciales, contengan mecanismos reales, prácticos y efectivos para frenar y limitar el poder e influencia desmedidas de los Presidentes.
En el presente caso del sangriento magnicidio del Presidente de Haití, nuevamente se confirma este panorama y situación, ante el repudiable recurso criminal al asesinato de un Presidente que concentró tanto el poder que incluso ejercía el gobierno sin el contrapeso ya de un Congreso o Asamblea Legislativa, que logró prolongar el tiempo de su mandato a través de artilugios legales, que pretendía continuar en el poder llevando a cabo una reforma constitucional con violación explícita de su prohibición de modificación vía referéndum y, en suma, sin que la oposición política tuviese ya ninguna garantía para un ejercicio democrático, convocándose ante semejante caldo de cultivo a los peores demonios para la explosión del endeble sistema democrático haitiano, a través de la comisión del asesinato del Presidente.
Ante esta nueva constatación, sucedida nuevamente en nuestro hemisferio americano, y además en la primera República que logró instaurarse y emanciparse en Latinoamericano; deben encenderse las alarmas de todas las naciones que mantienen gobiernos presidenciales, como Bolivia y todos los demás, para reforzar las normativas de nuestras Constituciones, pero más aún para adoptar medidas de fortalecimiento de la responsabilidad y alta cultura política de nuestras clases dirigentes, de manera que los límites, controles y frenos al poder e influencia de los Presidentes de todas las Américas, logren ser contenidos por vías y medios democráticos e institucionales, y nunca más por la vía del recurso al asesinato del Presidente. Por ese camino ganan la Paz y el Progreso de nuestros Pueblos desde dentro, y no por fuera de los sistemas democráticos.
*La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo